La cocina, al fondo del ala de servicio, era el primer lugar donde los relojes parecían más humanos. El olor a café fuerte, pan recién horneado y lavandina lo recibió antes que cualquier palabra.
-Temprano -dijo Nina, sin dejar de fregar unos platos que parecían ya limpios.
Elías asintió, como si eso fuera lo que se esperaba.
-Mejor. Así ves cómo se hacen las cosas acá.
Ella no lo miraba. Pero lo leía. Como si ya lo hubiera visto antes, en otra versión de sí mismo. Como si conociera de memoria los gestos de los que aprenden a sobrevivir sin preguntar.
-Primero, escucha. Hay reglas. Algunas te las voy a decir. Otras... mejor que las descubras solo.
Elías no dijo nada.
-Acá, nadie entra por la puerta principal si no es de la familia. No se sube al segundo piso. No se camina por los jardines del ala este. Las comidas se sirven acá, para el personal. No a la misma hora que los señores, ni en la misma vajilla. Tu saludas si te saludan. Y callas cuando hablan los de arriba.
Un golpe seco sobre la mesa marcó el ritmo.
-Y si alguna vez no sabés qué hacer... espera. Mira. Eso te puede salvar más que cualquier palabra.
La puerta doble que conectaba la cocina con el resto de la casa se abrió sin previo aviso. Un perfume floral y un sonido de tacones sobre mármol anunciaron a Estela de Altamirano incluso antes de que su figura apareciera.
Entró como quien no pide permiso porque nunca ha tenido que hacerlo. Su bata de seda blanca brillaba más que el sol de la mañana, y su gesto era tan impecable como afilado.
Nina se irguió. Elías también. Instintivamente.
-¿Este es el muchacho que llegó anoche? -preguntó Estela, sin mirar a nadie en particular.
-Sí, señora -respondió Nina con voz neutra.
-Vaya, Renato y sus impulsos. Siempre tan... generoso con los extraños.
Se acercó un par de pasos. Su mirada recorrió a Elías de arriba abajo como si inspeccionara la limpieza de una ventana.
-¿Tú cómo te llamas?
Elías tragó saliva. Dudó.
-Elías.
No añadió apellido.
-Curioso nombre.
No era una opinión. Era un juicio encubierto.
-Espero que sepas comportarte. Esta casa tiene sus... reglas. No nos gustan los conflictos. Ni los malentendidos. ¿Me explico?
Elías sostuvo la mirada. No desafiante, pero tampoco sumiso.
-Sí, señora.
Estela sonrió con los labios, pero no con los ojos. Y se fue, como había entrado, dejando tras de sí el aroma persistente de una advertencia envuelta en flores blancas.
Nina se volvió hacia él apenas se cerró la puerta.
-Nunca la contradigas. Nunca te cruces con ella a solas si podés evitarlo. Y si lo haces... recuerda que no eres nadie.
Elías respiró hondo.
No dolía porque fuera mentira. Dolía porque ya lo había oído antes.
Horas más tarde, lo enviaron a ayudar con la limpieza en una zona de la casa que olía a encierro. Una galería antigua, cerrada con llave desde el exterior, donde los muebles estaban cubiertos con sábanas y el polvo dormía encima de los cuadros.
-Aquí casi nadie entra -dijo Nina, mientras sacudía con cuidado un candelabro de bronce-. Pero es bueno que conozcas todos los rincones. Así sabes por dónde no volver a pasar.
Mientras trabajaban en silencio, Elías notó una puerta diferente. Más pequeña. De madera gruesa. Cerrada con un cerrojo oxidado.
-¿Y esa?
Nina no levantó la vista.
-Esa puerta lleva cerrada desde antes de que yo llegara. Y eso fue hace más de treinta años. No preguntes.
Elías se acercó igual. Rozó la manija sin abrirla. La madera le devolvió una sensación extraña, como si escondiera algo húmedo. Viejo. Palpitante.
En el piso, encontró algo caído entre las tablas: un llavero. Tenía una letra grabada: R. La deslizó al bolsillo casi sin pensarlo.
No sabía por qué. Solo supo que había que guardarlo.
La casa no era solo grande. Era una jaula decorada. Y cada habitación tenía su propio candado, aunque no todos se veían.
Él acababa de entrar a la más elegante de las prisiones.
Y ya empezaba a memorizar las salidas.