Renato había desaparecido en cuanto cruzaron la puerta principal. Palabras apresuradas, un "gracias" seco y una promesa de "volveremos a hablar". Nada más. Ni siquiera su nombre otra vez.
La puerta del cuarto se cerró detrás de él con un clic suave, como si alguien sellara algo.
Elías recorrió con la mirada el lugar. Madera pulida, una cama demasiado grande, una lámpara de pie que emitía una luz cálida. Todo tenía ese brillo de cosas que no son tocadas. Había un espejo ovalado frente a la cama. No se acercó.
Se sentó al borde, sin desvestirse. Sus dedos recorrieron la manta. Limpia. Suave. Diferente.
Le temblaban las manos.
Un recuerdo:
No se oye el mar, pero está el rumor.
Alguien camina descalzo sobre el piso metálico.
Una luz intermitente.
-Tienes que aprender a no mirar a los ojos.
Un hombre. Voz ronca. Gafas oscuras incluso en la penumbra.
-Si los miras... te quitan el nombre.
Elías se levantó de golpe. Abrió la ventana. Respiró el aire tibio de la noche como si fuera la única verdad que le quedaba.
No sabía si era la luna o la lámpara del jardín, pero un destello lo hizo bajar la mirada. Alguien estaba allá abajo. Una mujer. No muy lejos del portón trasero. Caminaba con determinación, como si no quisiera que la vieran, pero tampoco se ocultaba del todo. Vestía de oscuro, el cabello recogido. Se detuvo, sacó un cigarro de la chaqueta y lo encendió.
Elías se quedó quieto, observándola. No por curiosidad. Por algo más antiguo. Reconocimiento. Como si ya hubiera soñado con esa silueta, con ese modo de sostener la soledad.
La mujer levantó la vista. Solo un segundo. No pareció verlo. O no quiso. Luego dio media vuelta y se perdió entre los árboles del jardín.
A la mañana siguiente, Elías se despertó con la certeza de no haber dormido. Bajó las escaleras sin saber si debía hacerlo.
En la cocina, la mujer del uniforme gris lo esperaba con una taza en la mano.
-El señor Altamirano lo verá en su oficina -dijo, sin énfasis, sin juicio.
Le entregó una camisa limpia. Blanca.
-Dúchese primero. Tiene barro hasta en los pensamientos.
No sonrió. Pero tampoco fue cruel. Como si lo entendiera... demasiado bien.
Oficina de Renato – media hora después
Las paredes eran altas, el escritorio inmenso. Una pintura abstracta colgaba del fondo, y un ventanal dejaba entrar la luz justa.
Renato estaba de pie, mirando su celular. Alzó la vista cuando Elías entró, vestido con la ropa que le habían dejado.
-Me alegra verte de pie -dijo.
Elías asintió, con las manos en los bolsillos.
-Te ofrecí una oportunidad. Pero no quiero caridad. No la doy ni la pido -continuó Renato-. Si te quedas aquí, trabajarás. Desde abajo.
-Está bien -dijo Elías, apenas un hilo de voz.
-Tengo una empresa, Elías. Hay galpones, archivos, tareas ingratas. Te moverás por todas las áreas. No soy de los que regalan puestos.
-No quiero nada regalado.
Renato lo observó con más atención esta vez. Algo en el tono. Una rebeldía sin forma. No era un chico callejero. Tampoco un obrero cualquiera. Había aprendido a callar, sí. Pero detrás del silencio... había historia.
-¿Qué edad tienes?
Elías vaciló.
-No sé.
Un segundo de vacío. Renato lo disimuló con un movimiento leve.
-Bien. A partir de mañana a las seis. Te llevarán en auto hasta el centro logístico.
Elías hizo un gesto afirmativo y se dio la vuelta.
-Una cosa más -agregó Renato-. Si alguien pregunta... di que te recomendó un viejo amigo de la familia. No es mentira del todo.
Elías camina por el jardín al anochecer, como para memorizar el terreno. Desde una galería lejana, alguien lo observa entre las cortinas: ojos atentos, cuerpo inmóvil. Victoria.
No dice nada. Solo lo mira.
Y él, sin saber por qué, levanta la vista justo antes de que ella se oculte.
Un latido. Algo ya comenzó.