Spencer, a su vez, parecía cumplir con cada movimiento de forma automática, como si no estuviera completamente presente.
El matrimonio fue sellado con las palabras previstas, sin emoción visible entre los novios. Después, la celebración se desarrolló con toda la pompa esperada: música, brindis, discursos. Clarissa y Spencer recibieron a los invitados como un dúo perfectamente entrenado. Sonrisas breves, agradecimientos educados, gestos sincronizados. Todo estaba exactamente como debía estar.
Horas más tarde, después de la última felicitación, partieron rumbo a la luna de miel. El viaje comenzó en un carruaje que los condujo hasta la estación, desde donde tomarían un tren hacia un destino costero reservado por las familias. El silencio en el interior del vagón era casi absoluto. Clarissa miraba por la ventana, los pensamientos vagando lejos. Spencer, con las manos cruzadas sobre las rodillas, la observaba con el rabillo del ojo, claramente incómodo.
No pudo resistir por mucho tiempo.
- Clarissa - empezó, con la voz tensa. - Necesito decirte algo.
Ella se volvió hacia él, arqueando una ceja con suavidad.
- ¿Sí?
Spencer respiró hondo. Las palabras parecían costarle.
- Sé que esta no es la mejor hora, ni el mejor lugar. Pero no podía continuar este viaje sin contarte la verdad.
Clarissa lo observó, sin interrumpirlo.
- Este matrimonio, del lado de mi familia, fue... fue un acuerdo de conveniencia. Mis padres están al borde de la ruina. Vieron en tu familia una oportunidad para evitar el colapso. Usaron este enlace como una salvación financiera. Y yo... me dejé llevar. No sabía qué hacer. No tenía el valor de negarme, y cuanto más se acercaba la boda, más culpable me sentía.
Se detuvo un momento, mirando hacia el suelo.
- Me pareces una mujer admirable, Clarissa. Inteligente, sensata. No merecías ser arrastrada a esto. Por eso... lo lamento.
Por unos segundos, Clarissa no dijo nada. Spencer esperaba cualquier reacción: decepción, enfado, incredulidad. Pero lo que oyó fue una risa. Primero un leve suspiro divertido, que pronto se convirtió en una risa sincera y sonora. Clarissa se cubrió la boca, intentando controlarse, pero no pudo evitarlo.
Spencer la miró, perplejo.
- ¿Qué... qué es tan gracioso?
Ella le respondió entre risas, recuperando poco a poco la compostura:
- Es que... mis padres hicieron exactamente lo mismo.
- ¿Qué?
- Sí. Ellos también están arruinados. Pensaron que casarme contigo resolvería todo. Imaginaron que tu familia estaba estable, rica, y vieron una salida. Me presionaron con delicadeza, claro, como suelen hacerlo los padres cuando están desesperados. Y yo, al igual que tú, acepté.
Spencer parpadeó, procesando la información.
- Entonces... ¿los dos fuimos sacrificados en nombre de las apariencias?
- Parece que sí - dijo ella, aún sonriendo. - Es irónico, ¿no? Todo este espectáculo, toda esta formalidad... y resulta que ambos fuimos empujados aquí por el mismo motivo.
Spencer sacudió la cabeza, incrédulo.
- No sé si me siento más aliviado o más idiota.
- Puedes sentir ambas cosas - replicó Clarissa con un leve encogimiento de hombros. - Son emociones compatibles.
Se miraron por un instante. Por primera vez, no como desconocidos atrapados en un teatro impuesto, sino como dos aliados que compartían el mismo secreto absurdo.
- Entonces... ¿qué hacemos ahora? - preguntó él.
- Ahora nada. Vamos a terminar este viaje como personas civilizadas. Visitaremos los lugares previstos, diremos las frases adecuadas, y cada uno dormirá en su lado de la cama. O si prefieres el sofá, tampoco me quejaré.
- No hay necesidad de tanto dramatismo - respondió él, relajándose un poco. - Podemos compartir la cama. Solo dormir, claro.
- Claro - asintió ella. - Solo dormir.
El resto del trayecto transcurrió en una calma inesperada. Hablaron de cosas simples: literatura, música, anécdotas sin relevancia. El tono fue ligero, a veces irónico. La tensión inicial se disipó con la complicidad de quienes ya no necesitaban fingir.
Al llegar a su destino, un hotel refinado los esperaba. Fueron recibidos como una pareja enamorada: flores, vino espumoso, empleados sonrientes. Todo era una puesta en escena perfecta para una historia que no existía. Subieron a la habitación asignada, decorada con gusto, con una cama amplia cubierta de pétalos y una nota manuscrita deseándoles felicidad eterna.
Clarissa se quitó los zapatos y se dejó caer sobre una de las sillas, mirando el techo.
- ¿Alguna vez pensaste que acabarías así?
Spencer se apoyó en la pared, cruzando los brazos.
- Nunca. Siempre imaginé que si me casaba, sería por elección. Por sentimiento.
- Yo también. Pero aquí estamos.
Se hizo un silencio breve, confortable. Ella se puso de pie y se acercó a la cama.
- Voy a cambiarme - dijo. - Puedes usar el baño después si quieres.
Cuando regresó, llevaba un camisón sobrio, el cabello recogido. Se metió bajo las sábanas con naturalidad. Spencer hizo lo mismo, con la camisa desabotonada y el pantalón de lino arrugado.
Apagaron las luces. Compartían la misma cama, pero parecía haber kilómetros de distancia entre ellos.
- Buenas noches, Spencer.
- Buenas noches, Clarissa.
Ninguno de los dos durmió inmediatamente. Cada uno, en su rincón, pensaba en las piezas que los habían llevado hasta allí. Pensaban en la ironía del destino, en la presión de los padres, en las apariencias cuidadosamente construidas. Pero por primera vez en mucho tiempo, no sentían que estaban solos. De alguna manera extraña, habían encontrado en el otro un reflejo, una comprensión inesperada.
Y eso, aunque no fuera amor, era algo real.