Durante las comidas, hablaban de asuntos genéricos, compartiendo anécdotas de la infancia, opiniones sobre literatura, música o costumbres. Spencer se mostraba siempre atento, manteniendo la distancia con elegancia. Clarissa, por su parte, no esperaba afecto ni entrega, y encontraba en aquella educación refinada un tipo de consuelo. En algún nivel, ambos sabían que la unión que los había llevado hasta allí era más una transacción que una historia de amor.
En los momentos en que estaban separados, cada uno se entregaba a sus pensamientos. Clarissa a veces se preguntaba cómo sería su vida al regresar. No al lado de Spencer, sino en medio de una familia que la había ofrecido como salvación para su ruina. Él, por su parte, cuestionaba si había actuado bien al aceptar aquel compromiso, y se interrogaba sobre los pasos que lo habían llevado hasta esa unión cuidadosamente orquestada.
Mientras tanto, lejos de ellos, en su país de origen, ambas familias se sumían en sus propios mundos de ilusión. Para los Kingswell, la unión de Clarissa con Spencer significaba un salvavidas. La madre de Clarissa, ocupada con listas interminables, soñaba con redecorar la casa, recuperar las piezas vendidas, contratar nuevos empleados, recuperar el prestigio perdido. El padre, aunque más silencioso, se permitía imaginar que pronto podría reinvertir, comprar acciones, frecuentar los clubes sociales que una vez lo recibieron con entusiasmo.
La familia Thornfield no era distinta. Creyendo que la dote de los Kingswell traería alivio inmediato, comenzaron a hacer planes con la misma ligereza con que antes se endeudaban. La madre de Spencer hablaba con entusiasmo sobre recepciones, eventos de caridad, y la posibilidad de ampliar la casa. El padre retomaba contactos con antiguos socios, insinuando que pronto tendrían capital disponible para nuevas inversiones.
Ninguna de las dos familias sospechaba que estaban apostando a la misma carta marcada. Y lo más irónico era que esa carta - el matrimonio de sus hijos - no había sido consumada, ni en cuerpo ni en espíritu.
En uno de los días del viaje, mientras tomaban juntos el desayuno, Spencer se atrevió a hablar con más apertura.
- Me pregunto si algún día llegarás a sentirte cómoda a mi lado - dijo, sin ironía.
Clarissa bajó la taza con calma antes de responder.
- Me siento cómoda. Pero no sé si alguna vez me sentiré libre - admitió. - No por ti, sino por todo lo que este matrimonio representa.
Spencer asintió, como si aquella confesión fuera también la suya.
- Quizá debimos hablar más antes. Saber lo que el otro pensaba.
- Tal vez, pero no creo que habría cambiado nada. Las decisiones ya estaban tomadas mucho antes de que pronunciáramos los votos.
No había tristeza en sus voces. Solo un reconocimiento sereno de la realidad. A pesar de todo, la convivencia seguía siendo armoniosa. Paseaban, cenaban, conversaban. A veces reían. Y aunque no hubiera caricias furtivas ni palabras ardientes, había una calma que comenzaba a parecerse a la confianza.
Pero, en la distancia, esa armonía era interpretada como éxito por sus padres. Cada silencio de sus hijos era llenado con suposiciones optimistas. Imaginaban que estaban construyendo un lazo fuerte, que pronto regresarían convertidos en una pareja consolidada, capaces de asumir sus roles en la salvación de sus respectivas fortunas.
Las madres, en especial, se entregaban a los detalles más nimios: qué vestidos debería encargar Clarissa para sus futuras presentaciones; qué joyas usaría Spencer en los banquetes de negocios; qué nombres elegirían para sus futuros hijos. Nada era demasiado grande ni demasiado pequeño para sus ilusiones.
En una de las noches de la luna de miel, mientras ambos miraban por la ventana, Spencer rompió el silencio.
- Me pregunto si nuestros padres saben que no somos lo que ellos imaginan.
Clarissa lo miró de soslayo.
- No lo saben. Y dudo que quieran saberlo.
- ¿Y tú? - preguntó él. - ¿Quisieras que esto fuera diferente?
Ella pensó por un momento.
- Quisiera muchas cosas diferentes. Pero no estoy segura de que desear algo sea suficiente para cambiar lo que ya es.
Spencer soltó una leve risa, sin humor.
- Al menos no fingimos.
- Eso ya es algo - concordó Clarissa.
Al día siguiente, pasearon sin prisa. En medio de la conversación, surgieron temas más personales. Clarissa contó una historia de su infancia que nunca había mencionado. Spencer habló de un fracaso escolar del que su familia no sabía. Pequeños fragmentos que, aunque simples, iban tejiendo una intimidad distinta, más genuina que cualquier promesa.
Mientras tanto, en sus hogares, la efervescencia no cesaba. Las familias empezaban a hacer movimientos con base en un dinero que aún no había llegado. Algunos acreedores eran calmados con promesas vagas. Viejos conocidos eran contactados para hablar de inversiones y proyectos. Había un aire de inminente prosperidad, como si el matrimonio hubiera sido una llave mágica para abrir puertas cerradas hacía años.
Nadie hablaba de la posibilidad de que nada cambiara. Nadie contemplaba que los Kingswell no tuvieran fondos, o que los Thornfield estuvieran igual de arruinados. Era más fácil seguir construyendo castillos en el aire que enfrentarse a la posibilidad de un colapso.
De regreso a la habitación, Spencer dejó sobre la mesa un libro que había comprado para Clarissa. No dijo nada. Solo lo dejó allí. Ella, al notarlo, lo hojeó en silencio. No era un gesto grandioso, pero en él había algo de atención genuina, casi tierna.
- Gracias - dijo ella, sin mirarlo.
Spencer asintió con una leve inclinación de cabeza.
La noche llegó sin sobresaltos. Como de costumbre, se despidieron con cordialidad antes de retirarse a sus respectivos espacios. Dormían en habitaciones separadas, por mutuo acuerdo, aunque nadie fuera de ese lugar lo supiera.
Ambos sabían que su relación era una construcción en proceso. No sabían hacia dónde los llevaría, pero comenzaban a aceptar que tal vez, solo tal vez, era posible edificar algo más allá de las ruinas de los planes de sus familias.
Y mientras los Kingswell y los Thornfield se emborrachaban con la esperanza, sus hijos seguían caminando uno al lado del otro. No como amantes, aún no, pero sí como dos personas que, entre la falsedad y la presión, habían encontrado una isla de honestidad.