Capítulo 4 Llamen al doctor

Fue una suerte que lo asignaran para cuidar a Isabella; tenía que estar con ella casi todo el tiempo.

Por otra parte, Isabella sentía que su mundo se había sacudido. Se negaba a comer, permanecía encerrada en su cuarto, mirando por la ventana o acostada en la cama. Después de dos días, una fiebre comenzó a apoderarse de su cuerpo, y solo Alexander se dio cuenta de lo que ocurría. Sintiendo lástima por la joven, intentó bajarle la fiebre con paños tibios y le ofreció un poco de sopa que había quedado en la cocina.

-¿Alexander? -la voz de ella era débil y triste.

El hombre la acomodó mejor sobre la almohada para que estuviera más cómoda, pero la mano de Isabella jaló su camisa de forma repentina, haciendo que casi cayera sobre ella.

-¿Qué necesitas? -susurró, preocupado.

-Abrázame -suplicó ella.

Los ojos de Alexander se abrieron, sorprendido por la petición. Buscando no lastimarla, se recostó con cuidado en la cama, y la mujer se abalanzó sobre él, apoyándose en su pecho.

-No deberías hacer esto -trató de apartarla, pero ella se aferró con fuerza.

-No me sueltes... necesito algo... -su voz se quebró al finalizar, incapaz de continuar.

El corazón de Alexander se encogió de dolor. La situación lo conmovió: ahora ella estaba sola, y la soledad la había lanzado a esa fiebre intensa.

-Voy a quedarme contigo todo el tiempo que lo necesites -le susurró, acariciándole la cabeza-, pero necesitamos bajar esa fiebre. Si sigue subiendo, tendré que bañarte, es peligroso que la temperatura suba tanto.

-No va a matarme -anunció Isabella con tranquilidad.

-No puedes saber eso -señaló él.

-Sí, lo sé. Con la fiebre vinieron recuerdos, Alexander. Uno de ellos es sobre el elixir que mencionó mi hermano: es mi sangre. Puede curar cualquier herida -declaró ella con frialdad, aún aferrada a su pecho.

Hubo un silencio entre ambos. Alexander no dijo nada.

-Sabes... recordé a mi padre -continuó Isabella-. Su cara regordeta y sus manos grandes. Me odiaba. Me golpeaba hasta dejarme inconsciente. Envidiaba mi poder. Me fracturaba los huesos por diversión, solo para ver cuánto tardaban en sanar -tomó aire antes de seguir-. Cuando empezó a cortarme los dedos y vio que no crecían, me los volvía a pegar... -levantó la mano y agitó los dedos en el aire-. No me quedó ninguna cicatriz visible.

Una rabia que hacía mucho no sentía inundó el cuerpo de Alexander. Odiaba a ese hombre. No podía comprender cómo alguien podía hacerle eso a su hija.

Isabella apoyó una mano sobre el pecho de Alexander y acercó su cabeza hasta sentir su corazón.

-Eso suena horrible. Debió ser muy doloroso para ti -comentó él, con profunda tristeza.

Isabella levantó el rostro para mirarlo.

-Mi abuela me dijo que nuestro poder... solo se presenta en mujeres, pero solo se activa tras un dolor emocional muy profundo -explicó con naturalidad.

Alexander deslizó una mano por su espalda, acariciándola con ternura, haciéndola sentir reconfortada. Incluso comenzó a cantarle una canción de cuna que su madre le había cantado en ruso.

-¿Qué idioma es ese? -preguntó ella, adormilada.

-Es ruso -respondió él.

-Suena hermoso...

Él pensó que ciertamente sonaba así, pero recordó que la letra hablaba de un hombre que amaba tanto a una mujer que terminó muriendo por ella. Pensó que era irónico: justo ahora él también se estaba arriesgando demasiado al estar con Isabella.

Al día siguiente, Isabella seguía con fiebre, pero bebía agua fría y tomaba largos baños en la tina para intentar bajar su temperatura. Mientras se encontraba sumergida en uno de esos baños, William abrió la puerta sin tocar, con una expresión pétrea. Ella, demasiado débil, apenas pudo abrir los ojos para mirarlo.

-Me dijeron que te niegas a comer y a bañarte. Pensaron que podrías morir, pero ahora que te veo, creo que solo estás haciendo un berrinche -le lanzó las palabras con furia.

Se acercó a ella rápidamente, tomándola de la mano para sacarla a la fuerza. Sin embargo, al hacerlo, notó lo delgada que estaba en comparación con la última vez que la había visto. Su piel ardía al tacto, a pesar de estar sumergida en agua fría. Al tocar su rostro, comprobó que tenía fiebre alta.

William se arrepintió al instante de sus pensamientos.

-¡Llamen al doctor! -ordenó, buscando una toalla para envolverla mientras uno de los ayudantes acudía a sacarla de la tina.

Alexander, observando con su máscara puesta, tragó saliva con impotencia. No quería que la tocaran, pero en ese momento no podía hacer nada.

Cuando llegó el doctor, tras examinarla, explicó que Isabella estaba somatizando un evento traumático, posiblemente relacionado con la muerte de su hermano. Le recomendó reposo absoluto y cuidados constantes.

Esa noche, cuando Isabella se sintió un poco mejor, recibió la orden de presentarse en el comedor para cenar con William.

-Parece que estás mejor -comentó él sin mirarla, concentrado en cortar su carne.

Isabella, sin probar bocado, empujó su plato hacia un lado.

-Mataste a mi hermano y a mis padres -dijo, con una frialdad escalofriante-. ¿Para qué? ¿Quieres saber cuál es el secreto de la familia para curar tu cáncer?

William la miró como si quisiera atravesarla con la mirada, pero no dijo nada.

-Es mi sangre -continuó Isabella con tristeza-. Las mujeres de mi familia tienen una sangre capaz de curar cualquier mal.

Él bufó con desprecio.

-¿Sangre? ¿En qué siglo crees que estamos? -le gritó-. ¿De verdad piensas que soy estúpido?

Sin alterarse, Isabella tomó un cuchillo. Los guardias reaccionaron de inmediato, pero no se atrevieron a intervenir. Con decisión, se hizo un corte en el brazo. Ante los ojos atónitos de todos, la herida se cerró sola, sin dejar rastro. Volvió a cortarse en otro lugar, y el resultado fue el mismo.

-Puedes hacer los análisis que quieras -dijo ella-. Mi sangre puede curarte, sin importar lo que digan los médicos. No bastará con una sola bolsa, pero podrás sanar. -Río amargamente-. Eso sí, el cáncer, aunque curado, siempre tiene riesgo de volver.

William frunció el ceño.

-¿Qué significa eso?

-Que me necesitas viva. Al menos eso tengo seguro -respondió Isabella, con una mueca de satisfacción.

William soltó una carcajada escandalosa, incrédulo ante el atrevimiento de la joven.

-Puedo sacarte la sangre y replicarla -amenazó.

Con tranquilidad, Isabella tomó una copa de vino, la llevó a sus labios y bebió un largo trago antes de responder:

-Mi padre gastó millones en intentarlo. Llegó a la conclusión de que mi sangre produce un componente activo que no puede replicarse.

William la observó con ojos agudos, calculadores.

-Lo sabes todo, ¿verdad? -dijo en voz baja-. Dime entonces, ¿qué debería hacer?

-Podría decírtelo... pero necesito ir a la casa familiar -respondió Isabella, mirándolo con desafío.

-¿Casa familiar? -preguntó William, interesado.

-Hay una bóveda a la que debo llegar. Y no, no quiero que me acompañes -añadió, dejando claro que aún conservaba parte de su voluntad.

            
            

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