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Artem estaba de pie junto a la ventana de su apartamento alquilado, mirando el patio gris. Tenía cuarenta años, dos divorcios a sus espaldas, sin hijos, sin estabilidad, sin confianza en el mañana. En otro tiempo creyó que la escritura lo mantendría, que las novelas y los cuentos abrirían para él las puertas de un mundo grande. Pero ahora solo quedaban facturas sin pagar y un frigorífico vacío.
Era hora de admitir lo evidente: el éxito literario nunca llegó, y había que ganarse la vida de algún modo. No tuvo más remedio que dedicarse a la enseñanza.
No fue la peor decisión. Al fin y al cabo, iba a trabajar en la misma universidad donde, años atrás, asistía a las clases del profesor Benjamín Iósifovich. El anciano, si mal no recordaba, era un buen tipo, aunque tenía esa mirada entrecerrada y fría que delataba a alguien que sabía muy bien cómo funcionaba el mundo. Meses atrás, Artem lo había llamado casi en estado de pánico y le dijo sin rodeos:
- Necesito dinero.
- Hay una vacante - respondió él con sequedad. - Justo formo parte del comité de entrevistas. Puedes dar por hecho que el asunto está resuelto.
Las palabras sonaban fáciles, pero la realidad resultó más compleja. La influencia de Benjamín Iósifovich no fue suficiente.
Comenzar a trabajar en una universidad de Moscú no era tarea sencilla. El proceso se alargaba como un mecanismo viejo, que chirriaba y se resistía a cada movimiento. Dos largas entrevistas lo dejaron exhausto, como un maratón cuya línea de meta se alejaba y se acercaba sin aviso. Cada palabra, cada frase era analizada con lupa, puesta bajo la luz y vuelta del revés. Sus publicaciones eran despedazadas como por aves rapaces, buscando la menor debilidad, la menor imprecisión o inferencia dudosa que pudiera ser motivo de rechazo. Se sentía expuesto, desprotegido, como si estuviera ante un juicio sin derecho a apelación. Pero resistió. Respondió todas las preguntas, aguantó las miradas escrutadoras de los examinadores y, al fin, consiguió el trabajo. Todo eso había quedado atrás.
Dejó Arcángel, con sus calles estrechas, sus edificios grises y esa sensación de estancamiento. Moscú no lo recibió con los brazos abiertos, pero en su aire helado había una energía eléctrica que le hacía pensar: tal vez no todo estaba perdido. Siempre había soñado con escribir una novela - una de verdad, intensa, que desgarrara el corazón. - Pero de momento tenía que conformarse con impartir aquel maldito curso de redacción para alumnos de primer año. El despacho parecía más bien un trastero: una habitación angosta, olor a polvo, una silla chirriante que seguramente tenía más años que él.
Pero si uno sabía escuchar con atención, si se quedaba en esta ciudad un poco más... ¿quién sabe? Tal vez aún pudiera salir algo valioso de todo esto.
***
Un mes después de su llegada, Artem asistió por primera vez a una fiesta universitaria. Lo habían invitado más por cortesía que por un verdadero deseo de tenerlo entre los invitados, pero aún así decidió ir - por curiosidad o, quizás, por una sensación apremiante de soledad.
Estaba de pie en un rincón, girando perezosamente en las manos una copa con algo sospechosamente dulce. A su alrededor, ruido, risas, humo de cigarrillos, perfumes, conversaciones demasiado altas. La fiesta se organizó en honor a algún escritor de paso, cuyas obras eran tan melancólicas que parecían capaces de sustituir a un somnífero. La gente se agolpaba a su alrededor, pero Artem se mantenía al margen.
Benjamín Iósifovich apareció a su lado, como siempre, de manera inesperada. En una mano sostenía una cerveza, en la otra - algo más complicado, de un color a lima mohosa. Su cabello canoso estaba erizado, las gafas le habían resbalado hasta la punta de la nariz, y su sonrisa dejaba claro que la velada le encantaba.
- Bueno, Artem, - gruñó con voz ronca y profunda, - ¿todavía no has probado los encantos locales, eh?
Artem no entendió de inmediato a qué se refería.
- ¿Qué?
- ¡Las jovencitas! - se echó a reír Benjamín, dando un trago a su vaso. - Las veteranas ya se han calmado, pero las de primer año... ¡ah! Todas arden como fuego.
Su acento era leve, de Moscú, aunque de vez en cuando se colaban notas extrañas - hace diez años había llegado de Italia, y ahora hablaba como si esta ciudad se le hubiera metido en la sangre para siempre.
- No - respondió Artem, seco.
Claro que se fijaba en las chicas del campus. ¿Cómo no hacerlo? Minifaldas, piernas largas, miradas desafiantes, sus aromas que llegaban flotando cuando aparecían en su despacho para las tutorías. Era una tortura silenciosa, sutil. Pero seguía repitiéndose: son demasiado jóvenes para mí. No vale la pena.
- Siguen siendo adolescentes - dijo por fin.
Benjamín soltó una carcajada tan fuerte que la espuma de su cerveza casi se desbordó.
- ¡Adolescentes, pero adultas según la ley! Y muchas de ellas... bueno, digamos que sienten cierta debilidad por los profesores. - Sacudió su melena canosa con una sonrisa burlona y añadió: - En fin, Artem, todavía te queda mucho por aprender. Me parece que tendré que encargarme personalmente de tu educación.
Un par de días después de la fiesta, Artem volvió a encontrarse encerrado en su sofocante despacho, lleno de pilas de ensayos estudiantiles. Todos eran igual de deprimentes, como si los hubieran escrito con papel carbón, cambiando solo los apellidos y los títulos. Las horas pasaban con una lentitud insoportable, el aire en la sala era viciado, y la espalda le dolía por la incomodidad de la silla. Estiró la mano hacia su taza de café, que hacía mucho tiempo se había enfriado, cuando sonó el teléfono. En la pantalla apareció el nombre de Benjamín Iósifovich. Su voz sonaba como si hubiera abierto un portal a otro mundo y solo esperara el momento para arrastrar al interlocutor dentro.
- ¿Estás ocupado? - preguntó.
Artem hojeaba con desgana otro ensayo estudiantil, lleno de clichés y forzadas intentonas de sonar inteligente. Aquellos trabajos eran tan aburridos que daban sueño, como si todos hubieran sido escritos por la misma mano, siguiendo el mismo patrón. Sus ojos pasaban sin interés por las líneas, con la esperanza de tropezarse con al menos un destello de originalidad, pero en vano. Corregir ensayos no era para él una tarea importante, sino más bien una obligación molesta de la que deseaba escapar. Así que, sin pensarlo mucho, respondió con sinceridad:
- No.
- Entonces ven. Tengo algo interesante.
La voz de Benjamín sonaba demasiado alegre, demasiado satisfecha - como la de alguien a punto de hacer un truco de magia, pero que ya saborea por adelantado la reacción del público.
Artem entró en el despacho del profesor y comprendió de inmediato: debería haber dicho "tengo a alguien interesante". El despacho de Benjamín era tres veces más grande que el suyo, abarrotado de estanterías, con un olor a páginas antiguas, café, y algo más - algo sutilmente metálico. En el centro de la sala había una enorme mesa metálica, y detrás de ella estaba sentado Benjamín, observando a Artem con esa misma sonrisita traviesa que le hacía sentir escalofríos por la espalda.
- Acércate y mira - dijo, haciéndole un gesto con la mano.
Artem dio un paso al frente, y lo envolvió una extraña sensación. No sabía qué iba a ver, pero algo dentro de él le decía que no debía sorprenderse. No tratándose de Benjamín. Ese hombre sabía cómo dejar huella.
El profesor estaba sentado con los pantalones bajados, y entre sus piernas se acomodaba una de las estudiantes. Su rostro estaba pegado a su entrepierna, mientras el rosado miembro de Benjamín aparecía y desaparecía en su boca, produciendo sonidos húmedos y sumamente sensuales.
La chica llevaba un vestido corto, tan subido que dejaba al descubierto la delicada curva de sus caderas. Las braguitas de encaje negro no hacían más que resaltar la palidez de su piel, lisa como el mármol. En la fosa nasal izquierda brillaba un diminuto aro de oro, y sus orejas, como una obra de arte, estaban adornadas con media docena de aros plateados. Su cabello, cuidadosamente cortado en una melena lisa, tenía un intenso color castaño oscuro que contrastaba con su piel de porcelana. Había algo provocador en su apariencia, y al mismo tiempo, extrañamente hipnótico.
- ¿Verdad que es fascinante? - Benjamín sonrió con picardía, y en sus ojos brillaba un interés extraño, casi depredador. Se recostó en el sillón, saboreando su bebida como si disfrutara de un espectáculo que él mismo había montado.
- ¿Me llamaste solo para mostrarme esto? - Artém no se movió; su voz era firme y serena, aunque en ella se deslizó un matiz de cautela.
- A Catalina le gusta que la miren, ¿verdad, querida? - Sus dedos se deslizaron suavemente por su cabello, como si acariciara a un animal de raza.
La chica emitió un suave gemido, casi inaudible, sin soltar la polla de su boca, mientras sus ojos brillaban con un extraño fulgor.
- Le encanta que la llamen Gatita - continuó él con una sonrisa autosatisfecha. - Gatita, te presento a nuestro nuevo profesor, Artém Arefiev.
Al retirar de su boca el pene de Benjamín, la chica giró la cabeza y miró a Artem.
- ¿Arefiev? Algo nuevo. No tiene pinta de ser el tipo que aceptaría una mamada.
- Vamos, está simplemente en shock, cariño, dale una oportunidad - dijo Benjamín.
- Hola - le dijo ella a Artém.
- Buenas tardes - respondió el hombre, aún desconcertado.
- Sí, una tarde como ninguna - dijo ella. - Y ya te acostumbrarás a nuestras reglas en la universidad. Al final, te va a gustar vivir y trabajar aquí.
"Y a mí ya empieza a gustarme...", pensó Artém con una sonrisa. Comparado con revisar trabajos aburridos, el porno en vivo era algo totalmente fuera de lo común. Su polla se endureció instantáneamente y rogó salir.
- Él será el siguiente - intervino Benjamín.
- ¡Entonces sí que es un día perfecto! - exclamó la chica.
- ¿Qué tal una mamada, amigo? - preguntó Benjamín.
- Una buena paja hace maravillas, y Gatita es una profesional en eso. ¿Sabes? ¡Gatita es condenadamente buena en lo que hace! - Joder, con una mamada, ella puede sacarte de la tumba rancia de esta maldita universidad, sacudirte como a una alfombra vieja y hacerte sentir vivo otra vez.