Capítulo 2 El hombre de Hielo y Fuego.

Capítulo 1

El hombre de hielo y fuego.

El reloj marcaba las 6:45 a. m. cuando Elliot Connor lanzó su primera taza de café contra la pared de vidrio blindado de su oficina.

El impacto fue seco. El líquido se escurrió como sangre sobre el piso de mármol. Nadie se atrevió a respirar del otro lado del pasillo.

Desde la cima del piso 42, la ciudad seguía rugiendo como si nada.

Las acciones de Connor Enterprises caían en picada, los titulares hablarían de bancarrota inminente, y aun así, Nueva York seguiría ignorando el colapso de su emperador moderno.

Elliot se ajustó el nudo de la corbata negra de seda sin mirar el desastre a sus pies. Ni un solo músculo de su rostro se movió.

-¿Dónde está el informe de liquidez? -espetó sin girarse.

Su asistente, un hombre que una vez fue piloto de combate y ahora parecía un perro apaleado, tartamudeó desde la puerta entreabierta.

-En... en su escritorio, señor. Pero los números no son buenos. El flujo de caja para el tercer trimestre...

-¡LO SÉ! -exclamó, en un grito seco-. ¿Crees que no sé leer una maldita tabla dinámica?

El asistente asintió con la cabeza como si esa fuera una respuesta aceptable. Luego desapareció con el sigilo de quien teme convertirse en el siguiente proyectil.

Elliot se sentó detrás de su escritorio. Vidrio, mármol, acero. Todo en su oficina era frío, brillante, costoso.

Como él.

Su reflejo en la pared de cristal le devolvió la imagen que había construido con precisión durante años: trajes a medida, cortes implacables, expresión de quien no necesita a nadie. Ni afecto, ni disculpas. Solo resultados.

Pero debajo del Armani, había grietas.

Los inversores querían respuestas. La prensa percibía la sangre. Y los viejos tiburones de la junta directiva, esos que su abuela había domesticado a base de temor y favores, ahora esperaban su caída con la paciencia de los cuervos.

Connor Enterprises sobrevivió guerras, crisis financieras, pandemias, incluso escándalos. Pero no estaba preparada para Elliot Connor.

El teléfono sonó sobre el escritorio. Una vez, dos veces. Tres.

Su café estaba servido nuevamente -negro, hirviendo, sin azúcar- y el informe que marcaría el destino de Connor Enterprises reposaba, aún cerrado, como un arma cargada.

-¿Lo leyó? -preguntó una voz al otro lado del altavoz.

Elliot no respondió de inmediato. Le bastaba ese silencio para recordarle al mundo que las respuestas solo salían de su boca cuando él lo consideraba pertinente.

Finalmente, con un leve gesto de impaciencia, tomó el informe. Cinco páginas... Cinco.

Eso era todo lo que quedaba entre su imperio y la caída libre.

-Déficit operativo en tres divisiones -dijo en voz baja-. Reducción de activos líquidos en un diecisiete por ciento. Un fondo europeo retiró inversiones. Y el rumor... -sus ojos se entrecerraron, agudos- el rumor de insolvencia ya llegó a la Bolsa de Tokio.

-Estamos conteniéndolo, señor. Aún es manejable.

-No -su voz cortó como vidrio quebrado-. Aún es ocultable. No es lo mismo.

Elliot dejó caer el informe con un gesto seco. No alzó la voz, pero la tensión en su mandíbula era un grito.

Llevaba cinco años sosteniendo ese imperio sobre sus hombros. Lo manejó sin pedirlo. Lo convirtió en leyenda por voluntad propia. Pero ahora, lo que se avecinaba no era una tormenta financiera: era una ejecución pública.

-Necesito nombres -añadió-. ¿Quién filtró esto? ¿Quién apostó en nuestra caída?

-No tenemos pruebas aún, señor.

-Consíguelas. O consíganse otro empleo.

Finalizó la llamada sin esperar réplica.

El poder era así: exigía obediencia inmediata o castigo certero.

Tomó la taza de café y caminó hacia el ventanal. La ciudad bullía afuera, ajena a su crisis. La prensa aún no lo sabía. Los rivales, tampoco. Pero él sí. Lo sentía en la piel, como el aliento de un depredador.

La caída podía ser mañana... o en diez minutos.

Elliot Connor no era un hombre que creyera en el destino. Creía en cifras, en contratos, en sangre fría. Y sin embargo, por primera vez en años, sintió una punzada en el pecho. Un presagio. Algo primitivo que ni los millones ni las acciones podían contener.

A tres kilómetros del despacho de Elliot, en el sexto piso de la Clínica Santander, el sol entraba con timidez entre las persianas metálicas, iluminando el rostro de Yessica Acebedo mientras sostenía con firmeza el espejo frente al paciente.

-Sonría -pidió con dulzura-. No por mí, por usted.

El hombre, un anciano de rostro delgado y voz apagada por las sesiones de quimioterapia, intentó alzar la mirada con esfuerzo. Sus ojos brillaron cuando ella le tomó la mano. Yessica le devolvió la sonrisa, esa que tenía el raro poder de suavizar incluso el miedo a la muerte.

Para la mayoría, ella era simplemente una doctora más. Una joven brillante, dedicada, empática. Amada por sus pacientes, respetada por sus colegas.

Pero nadie sabía -ni sospechaba- que bajo aquella bata blanca se escondía una historia que nadie conocía del todo.

Huérfana desde los ocho años, había heredado más de lo que cualquier niño podría entender. Clínicas, acciones, propiedades, fundaciones, un renombre que pesaba como una estatua de mármol: Acebedo.

Pero ella eligió el anonimato.

Durante años ocultó su legado detrás de una identidad modesta, rechazando títulos, lujos y apellidos en placas doradas. No por vergüenza, sino por libertad. Porque si alguien la amaba, que fuera por lo que era... no por lo que poseía.

Vivía en un departamento pequeño, viajaba en metro, preparaba su café con una vieja prensa francesa, y dedicaba su vida a los demás.

No había mansiones, ni fiestas exclusivas, ni alianzas corporativas. Solo bisturís, batas, y esa vocación que ardía en su pecho como una promesa eterna.

Pero incluso las mujeres más fuertes tienen una herida secreta.

La de Yessica tenía un nombre: Elliot Connor.

Lo vio por primera vez siendo una adolescente, en una ceremonia la que su tutor la obligó a asistir.

Él tenía veinte años y ya era hielo y fuego. Caminaba entre empresarios como un rey joven, arrogante, hermoso, rodeado de poder.

Ella quedó marcada.

Nunca se atrevió a acercarse. Nunca le dijo que lo admiraba. Que lo observó en entrevistas, en noticias, en revistas. Que siguió cada paso de su ascenso como quien sigue la trayectoria de una estrella lejana, deseando que no colapse.

Y sin embargo, esa mañana, mientras escuchaba a lo lejos la radio encendida en recepción, una frase la hizo girar en seco:

"Connor Enterprises podría declararse insolvente esta misma semana. La presión sobre su CEO, Elliot Connor, se intensifica."

El bisturí tembló en su mano.

Yessica no sabía si algún día él sabría quién era ella. Pero sí sabía una cosa: no permitiría que el mundo lo devorara.

No mientras ella pudiera luchar en silencio, como siempre lo había hecho.

Porque si el mundo iba a girar contra él... ella estaba lista para empujarlo de vuelta hacia la luz.

            
            

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