/0/16868/coverbig.jpg?v=7041862b9fd6b5b53d9ef07c59acc53e)
Capítulo 4
La voluntad de los fuertes.
Los días pasaron con una cadencia tranquila pero poderosa. Como si el tiempo, por fin, hubiera decidido conspirar a favor de la vida.
Margaret Connor, anteriormente el pilar de poder de su legado, comenzaba a florecer. No con la prepotencia de los que vencen por fuerza, sino con la dignidad de los que resurgen desde lo humano.
Yessica era parte de ese renacer.
No había rincón del cuarto 312 que no llevara su sello: la temperatura controlada con exactitud, los controles médicos revisados cada hora, la infusión con la dosis precisa y una presencia que iba más allá de lo clínico. Era compañía. Era respeto. Era ternura sin concesiones.
Margaret se negaba a ser atendida por cualquier otra persona.
Ni internos, ni enfermeras asignadas. Solo Yessica. Su voz, su mirada clara, sus manos que sabían leer un cuerpo enfermo con la delicadeza de quien sostiene algo sagrado.
-Me recuerdas a mí cuando era joven -dijo un día mientras la doctora le acomodaba los cojines-. Pero con una ventaja: tú no necesitas demostrarle nada a nadie.
-Yo no tengo un imperio que defender -respondió Yessica, sonriendo.
-¿Y eso te parece una desventaja?
-No. Me parece... liberador.
Margaret soltó una risa que le iluminó el rostro.
-Por eso me caes tan bien. Tú ya eres libre. Y ni siquiera te has dado cuenta.
La relación entre ambas se volvió un ritual sagrado. El desayuno era más que alimento: era conversación, complicidad, memoria. A veces hablaban de libros. Otras, de errores. Yessica escuchaba con atención y, sin darse cuenta, también dejaba escapar pedazos de sí misma. Sus silencios decían más que sus palabras. Margaret lo notaba todo.
Cuando por fin el equipo médico anunció que la paciente podía ser dada de alta, la noticia se celebró con cautela. Como quien respira con gratitud, pero sin bajar la guardia.
Fue Yessica quien redactó el informe final, quien explicó los pasos a seguir en el proceso de recuperación domiciliaria y quien, por protocolo, sugirió algunas enfermeras especializadas en cuidados intensivos a domicilio.
-Con gusto puedo coordinar con ellas para los turnos rotativos -dijo, con profesionalismo intacto.
Pero Margaret levantó la mano, deteniéndola.
-No.
Yessica parpadeó.
-¿Perdón?
-No quiero a nadie más. Te quiero a ti.
La doctora se quedó en silencio, como si no hubiera entendido del todo.
-Señora Connor, yo...
-Margaret -corrigió ella, firme-. Solo tú en este lugar puede llamarme por mi nombre. Ademas... No quiero ni una ni dos ni cinco enfermeras. Te quiero a ti. ¿Cuánto ganas aquí? ¿Cuánto te pagan por esta entrega tuya?
Yessica se removió en su lugar. Le incomodaba hablar de dinero. Siempre le incomodó.
-No se trata de eso. No es el dinero lo que me mueve, Margaret, yo...
-Claro que se trata -insistió la matriarca-. Porque si no es por dinero, entonces no hay razón para que te niegues. Yo te ofrezco el doble. No, el triple. No habrá horario estricto. Tendrás libertad de movimiento, y todas las condiciones necesarias para que hagas tu trabajo con excelencia. Pero lo quiero contigo. Tú eres mi doctora. Mi única doctora.
Yessica bajó la mirada, incómoda. No por la oferta. Sino por lo que había detrás de ella. Margaret ya lo sabía todo. Su historial académico, su desempeño impecable, sus méritos. Incluso su origen. Su legado oculto tras esa sonrisa honesta.
-No necesito ese salario -murmuró-. Pero usted tampoco necesita convencerme con uno.
-Entonces acepta por mí -dijo Margaret, casi suplicando-. Porque no me siento segura con nadie más.
Hubo un silencio cargado.
Yessica, en el fondo, ya sabía la respuesta. No podía decirle que no. Y no por el dinero. Ni siquiera por la responsabilidad médica. Sino por algo mucho más profundo: por esa conexión inexplicable que las unía a las dos desde el primer día.
-Está bien -dijo al fin-. Pero solo por dos semanas. Lo necesario para estabilizarla, y nada de pagos especiales. Soy su doctora, no su explotadora financiera.
Margaret sonrió. Sabía que era una victoria más grande de lo que aparentaba.
Yessica, sin embargo, salió de la habitación con el estómago apretado. Porque si bien había aceptado, no podía ignorar la realidad que la esperaba al otro lado de esa decisión.
Elliot Connor.
En su mente, la idea de convivir bajo el mismo techo con él por catorce días era una mezcla de bendición silenciosa... y tortura garantizada.
"Será profesional", se dijo a sí misma. "Soy una profesional. Puedo con esto."
Pero sus certezas se desmoronaron minutos después.
Lo encontró en la entrada de la habitación, con el móvil en una mano y su porte imponente eclipsando la luz del pasillo. Elliot la miró apenas, sin siquiera apartar la espalda de la pared.
-Me informaron que aceptaste cuidar de mi abuela en casa.
Su voz era baja, afilada. Como si cada palabra llevara una dosis exacta de desprecio envuelto en cortesía.
-Sí. Fue su decisión -respondió Yessica, sin bajar la mirada.
Elliot caminó hacia ella con paso firme. Se detuvo a menos de un metro. La cercanía, como siempre, la desarmó.
-No lo apruebo.
Yessica sintió el golpe seco de esa frase. Pero no se permitió reaccionar.
-No necesita aprobarlo. Es su abuela quien decide.
-Tú no entiendes -continuó él-. No quiero que estés ahí. No necesito tus cuidados. Puedo contratar a alguien más. Alguien... más neutral.
Más neutral. Más ajeno. Más irrelevante.
El mensaje era claro.
Yessica sintió cómo su pecho se contraía, pero no dio un paso atrás. Ni uno.
-No estoy allí por usted, señor Connor. Estoy por ella. Por la decisión de Margaret, si usted no lo aprueba entonces convérselo con ella.
Él la miró un segundo más. Largo. Despiadado. Luego asintió con frialdad y se dio media vuelta.
Yessica no esperó más. Giró sobre sus talones y salió del lugar con pasos rápidos. Pero cada zancada era un grito ahogado. Un impulso por llorar que reprimía a la fuerza. No por orgullo. Sino por sobrevivencia.
Llegó hasta el extremo del pasillo. Se apoyó en la pared. Cerró los ojos.
Y no lloró. Pero le dolía.
Como si esa frialdad, esa humillación, hubiera roto algo que había logrado mantener entero durante demasiado tiempo.
-Solo serán dos semanas -se dijo-. Solo dos semanas...
Y no sabía si eso sería su redención... o su condena. Porque a veces, el corazón no sangra cuando lo hieren. Sangra cuando lo ignoran.
Y lo peor estaba aún por llegar.
Porque lo que Yessica no sabía... era que Elliot ya había leído su expediente completo.
Y, pese a su indiferencia, no había dormido una sola noche desde que supo la verdad.