Capítulo 3 La caída de una matriarca.

Capítulo 2

La caída de una matriarca.

La radio sonaba en el fondo de la recepción como un viejo testigo que se niega a morir. La voz del periodista irrumpió entre las paredes blancas de la Clínica Santander, filtrándose por los altavoces del pasillo como un rumor insidioso:

-...y según fuentes extraoficiales, Connor Enterprises podría estar a solo días de declarar insolvencia. Los movimientos bursátiles reflejan una desconfianza alarmante hacia su CEO, Elliot Connor, cuyas declaraciones siguen siendo inexistentes...

Yessica cerró los ojos con fuerza.

Un segundo. Solo uno.

Eso fue todo lo que necesitó para sentir cómo se desmoronaba algo dentro de ella. Como si el suelo se hubiera agrietado bajo sus pies, como si el corazón que latía con la meticulosa calma de un bisturí ahora perdiera el compás.

Elliot.

La idea de su caída no era solo una noticia de negocios. Era una herida invisible que le atravesaba el pecho.

Él no podía perder. No él. No el joven rey que había caminado entre gigantes como si el mundo le perteneciera. No el hombre que ella había admirado en silencio durante años, en la soledad de su departamento, en la penumbra de su sala de descanso, mientras recortaba artículos de revistas que hablaban dr él y los guardaba entre las páginas de un libro de medicina.

Pero ahora... ahora el mundo lo estaba mordiendo.

-Doctora Acebedo -llamó una enfermera, urgida-. Código Ámbar. Sala de Emergencias. Cáncer pancreático avanzado. Ingresando en estado crítico.

La voz parecía llegar desde otro universo. Yessica intentó moverse. Lo intentó. Pero sus músculos se negaban. El bolígrafo que aún sostenía le temblaba entre los dedos.

-¡Doctora! ¡Nos necesita!

Y entonces, las puertas se abrieron de golpe.

Como una sentencia. O quizás una visión.

Era él...

Elliot Connor cruzó la entrada principal de la clínica como un trueno enfundado en un abrigo negro. El rostro más temido de Wall Street, ahora distorsionado por la angustia. Su corbata estaba deshecha, sus ojos de acero recorrían el lugar como si pudiera arrancarle respuestas al aire.

-¡Necesito un médico! ¡Ahora! Mi abuela está... -su voz se quebró por primera vez en años-. Está muriendo.

Yessica lo vio. Como se mira a un Dios herido.

Ese rostro. Esos ojos. Esa desesperación.

El cuerpo de ella reaccionó al instante, como si algo antiguo hubiera despertado.

-¡Aquí! -gritó, corriendo hacia él.

Las enfermeras se apartaron mientras Yessica tomaba control de la situación con la precisión de quien ha entrenado para este momento toda su vida. No para salvar a una paciente. Sino para salvar a la única persona al la que jamás se atrevió a acercarse.

-¿Nombre de la paciente? -preguntó, ya poniéndose los guantes.

-Margaret Connor. Tiene 86 años. Estaba bien esta mañana. De pronto... -él tragó saliva-, colapsó en el coche.

Yessica asintió, profesional. Firme. Pero por dentro, era un huracán.

-Llévenla a la UCI. ¡Ahora! ¡Preparen líquidos intravenosos y morfina por si hay dolor agudo! Quiero laboratorio y ecografía urgente. ¡Ya!

La camilla desapareció en la profundidad de los pasillos. Elliot quiso seguirla, pero Yessica lo detuvo con una mano suave en el pecho.

-Déjeme trabajar -le dijo.

Sus ojos se encontraron por primera vez. Ella sintió que todo a su alrededor desaparecía. Las luces, las voces, el miedo. Solo estaban ellos dos.

-Confíe en mí -susurró.

Elliot asintió sin hablar. Por primera vez en mucho tiempo, alguien lo había contenido sin condiciones.

Pasaron cincuenta y siete minutos.

Yessica no se detuvo. Controló el dolor de Margaret. Reguló su presión. Descubrió una metástasis no detectada. La estabilizó.

Y cuando salió al pasillo, su bata estaba manchada, sus ojos cansados por el esfuerzo... pero viva. Serena. Como si acabara de sostener al destino en sus propias manos.

Buscó a Elliot.

Pero él no estaba.

-Se fue hace media hora -informó una enfermera-. Dijo que no podía esperar. Que tenía... cosas urgentes que atender.

Yessica bajó la mirada. Asintió una sola vez, conteniendo un suspiro que quería romperse en mil pedazos.

-Está bien -murmuró-. Quédense con el control postoperatorio. Yo me quedo aquí hasta que despierte.

La habitación de Margaret era un rectángulo pálido, perfumado con desinfectante y un profundo silencio. El monitor cardíaco emitía pitidos regulares, como un metrónomo que marcaba la tregua entre la vida y la muerte.

Yessica se sentó al borde de la cama.

El rostro de Margaret estaba pálido, pero tranquilo.

"Connor", pensó.

Ese apellido era más que un imperio. Era un símbolo. Y ella estaba en el centro de su tormenta, sosteniendo a una mujer que, sin saberlo, podía ser la clave de todo.

Los dedos de Margaret se movieron débilmente.

Yessica tomó su mano.

Yessica, sentada junto a la cama, alzó la vista. El monitor cardíaco marcaba una mejoría sutil pero constante. El cuerpo frágil de Margaret se agitó levemente y, segundos después, sus párpados temblaron antes de abrirse con esfuerzo.

-¿Dónde...? -su voz era apenas un susurro-. ¿Dónde estoy?

Yessica se inclinó, con una sonrisa suave que apenas ocultaba el alivio que le erizaba la piel.

-En la Clínica Santander -respondió con ternura-. Tuvo una recaída esta mañana. Llegó en estado crítico, pero ya está estable. Está a salvo.

Margaret giró lentamente la cabeza, mirándola con unos ojos cansados, pero llenos de lucidez.

-Me lo están ocultando, ¿cierto? -susurró-. Todos. Elliot... los médicos. Cada día me siento más débil. No puedo ni sostener una taza de té -hizo una pausa larga-. Doctora... creo que merezco morir con dignidad, no con rodeos ni palabras bonitas que ocultan un diagnóstico devastador.

Las palabras se clavaron como cristales bajo la piel.

Yessica la miró. La mujer frente a ella no era solo una paciente. Era una matriarca, una figura que había sostenido un imperio... y que ahora le suplicaba la verdad.

La doctora suspiró hondo. Sabía que no había acuerdo firmado. Legalmente, podía hablar. Pero médicamente, era un riesgo. Saberlo podía hundir su ánimo. Las defensas inmunológicas caerían. El cáncer podría acelerarse.

Pero entonces, Margaret apretó su mano.

-Por favor... -dijo con una súplica que heló su alma-. Prometo no hacerle saber a nadie lo que hablemos aquí.

Yessica tomó aire, con un nudo en la garganta.

-Tiene cáncer de páncreas, etapa dos -confesó con voz firme pero suave, mientras acariciaba su cabello-. He descubierto una metástasis no registrada en sus informes. Está localizada, por ahora... pero es real. Hay tratamientos. No es una batalla sencilla, pero si decide quedarse aquí, conmigo, me comprometo a que sus días no sean dolorosos. No estará sola.

Margaret cerró los ojos. Una lágrima rodó por su sien.

-Gracias... por no mentirme.

Yessica se quedó allí, en silencio, sosteniéndola. Pero algo la inquietaba. El expediente clínico de Margaret era limpio. Demasiado limpio. Esa metástasis... no había surgido sola.

Y entonces lo pensó.

¿Y si alguien la había omitido a propósito?

Yessica se levantó lentamente. Tomó el expediente médico con dedos tensos y salió al pasillo con una pregunta quemándole los labios:

¿Quién había querido que Margaret no supiera la verdad? ¿Y porqué ocultar una metástasis tan agresiva?

            
            

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