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Capítulo 3
Ecos del corazón.
El reloj marcaba las 10:03 a. m. cuando las puertas de la habitación 312 se abrieron sin aviso previo. El olor estéril del desinfectante apenas logró competir con el aroma fresco y silvestre que se coló tras él: margaritas.
Yessica levantó la vista por un instante... y maldijo haberlo hecho.
Elliot Connor estaba allí, otra vez, con su abrigo gris desabrochado, la corbata aún más deshecha que el día anterior, y esa expresión sombría que mezclaba arrogancia, agotamiento y algo más. Algo que no se dejaba ver, pero que se sentía. Como un animal herido que no deja ver su sangre, pero huele a miedo.
-Buenos días, abuela -murmuró con una voz más baja de lo que se esperaría del hombre que una vez doblegó los índices bursátiles con una sola declaración-. Te traje margaritas. Las más frescas que encontré.
Margaret, recostada con la cabeza erguida sobre una pila de almohadas, esbozó una sonrisa tenue.
-Son hermosas... como las que me regalaba tu abuelo -dijo, extendiendo una mano débil para acariciar los pétalos-. Siempre decía que eran flores nobles. Humildes. Pero resistentes.
Elliot no respondió. Se acercó a la mesita de noche y dejó el ramo con cuidado.
Mientras tanto, Yessica se mantenía en silencio al costado de la habitación, junto al perchero con los sueros y monitores, fingiendo leer el informe clínico como si las palabras no se deshacieran frente a sus ojos.
No podía mirarlo.
No debía hacerlo.
Pero lo sentía. Cada centímetro de su piel lo sentía. La atmósfera cambió desde el segundo en que él cruzó el umbral. Como si el aire mismo decidiera volverse más denso, más eléctrico.
-¿Cómo está? -preguntó Elliot sin mirarla.
Su voz la obligó a levantar la vista, aunque fuera un segundo. Esa mirada gélida, inquisitiva, penetrante... la dejó sin aliento.
-S... sigue en recuperación -respondió Yessica, y se maldijo en sus adentros por haber tartamudeado-. Pero aún es pronto para dar un pronóstico completo. Necesitamos realizar más estudios. Imágenes, biopsias... evolución clínica.
-¿Y cuándo podré llevarla a casa?
Esa forma de hablar. Como si el mundo obedeciera a su voluntad. Como si la muerte misma pudiera retrasarse con una orden suya.
Yessica desvió la mirada al informe. Sus dedos tensos lo sostenían como un escudo.
-No... no puede irse aún. Su condición es delicada. Y aunque esté estable ahora, no podemos arriesgarnos a una recaída fuera de un entorno controlado.
Elliot alzó una ceja. Dio un paso hacia ella. Muy cerca. Tanto que percibió el leve temblor de sus manos.
Yessica apenas contuvo el temblor que le recorrió la espalda. No por miedo. Sino por algo peor: deseo.
-Gracias, doctora... -leyó su apellido en su bata- Acebedo.
La forma en que lo dijo sonaba a juicio, no a gratitud.
Yessica, sintiéndose al borde de una implosión, recogió el historial clínico, revisó la vía intravenosa de Margaret una vez más con dedos precisos, y se dirigió a la puerta.
-Volveré más tarde para el control vespertino.
Y entonces lo sintió. Su mirada... fuerte, Invasiva, casi cruel.
Como si intentara atravesarla solo con los ojos.
Yessica salió con pasos apresurados, casi huyendo de la habitación, de su mirada, de sí misma. De ese golpeteo insoportable en el pecho que ya no podía disimular con ciencia ni frialdad.
Caminó hasta la estación de enfermería, fingiendo revisar otra historia médica, pero en realidad, necesitaba aire, café... y olvido.
Dentro de la habitación, Elliot se quedó en silencio.
Margaret lo observó con la serenidad de quien ha visto demasiado para dejarse impresionar por las tormentas.
-Te ha descolocado -murmuró.
Elliot giró el rostro hacia ella, como despertando de un trance.
-¿Que cosa?
-La doctora. No disimules. Tienes la mandíbula tensa, como cuando tu padre te retaba de niño.
Él no respondió. Solo se sentó junto a la cama, mirando el ramo de margaritas.
-No sé quién es. Pero... creo que ya la he visto antes.
Margaret lo miró con una media sonrisa. Ladeó la cabeza.
-A veces el alma reconoce antes que la mente.
Él negó con suavidad, como quien espanta una tontería. Pero lo cierto era que no podía sacarse esa imagen de la cabeza. El rostro de la doctora. Su voz. Su presencia. Algo en ella lo perseguía.
Y odiaba no poder controlarlo.
Dos días pasaron.
La tensión era un huésped permanente en los hombros de Elliot. Dormía mal, comía menos y pasaba horas encerrado en llamadas con inversores que cada vez se volvían más hostiles. Pero cada tarde, sin falta, volvía a esa habitación.
Margaret, por otro lado, parecía revivir. Su voz ganaba fuerza. Sus gestos recuperaban elegancia. Yessica le hablaba de música, de libros, de medicina... y entre sus manos, la matriarca comenzaba a recordar lo que era sentirse viva sin tener que fingir fortaleza.
-Gracias -le dijo una tarde mientras Yessica revisaba su tensión-. No solo por los cuidados. Sino por tratarme como persona, no como un símbolo de grandeza y poder.
Yessica sonrió.
-A veces olvidamos que las reinas también pueden sangrar -respondió.
Y Margaret supo, en ese instante, que algo muy profundo se estaba gestando. No solo en su cuerpo enfermo... sino en la vida de aquella joven doctora. Y en la de su nieto, que ya no la miraba igual.
Porque todo imperio -pensó- empieza a tambalear cuando el corazón se ve obligado a latir por algo más que el poder.
El sol de la tarde entraba ligeramente por la ventana, iluminando la silueta de Margaret mientras Yessica le acomodaba el respaldo de la cama con una suavidad que ya no era solo profesional.
-Se ve mucho mejor hoy -dijo la doctora, con una sonrisa que iluminaba su rostro de tez clara y ojos brillantes.
Margaret asintió, y sus dedos, aún frágiles, tomaron los de Yessica con firmeza inesperada.
-Es por ti, mi niña. Me haces sentir viva. Tú no me temes, ni me veneras. Solo... me ves.
Yessica agachó la cabeza, conmovida.
-Solo intento ser honesta, señora Connor.
-Margaret -corrigió la anciana, con una sonrisa. Luego entrecerró los ojos-. ¿Tienes a alguien? No he visto un anillo en tu dedo... y me parece imposible que una mujer tan hermosa como tú esté sola por elección propia.
Yessica soltó una risa suave, tímida.
-No nací para amar -susurró, recogiendo una carpeta sin mirarla del todo-. Amo la medicina. A mis pacientes. Pero si se refiere al amor de pareja... estoy enamorada de alguien que jamás me verá como yo lo veo a él. Un amor imposible.
Margaret ladeó la cabeza. Sorprendida.
-¿Él es ciego... o estúpido?
-Es poderoso. Altivo, elegante -respondió Yessica, en voz baja-. Es superior a mi.
La anciana no necesitó más.
En sus años había visto guerras, alianzas, traiciones. Pero esa confesión contenía una pureza que pocas veces había presenciado. Y por primera vez, deseó vivir no solo por sí misma... sino para ver en qué se transformaba aquella historia.
Porque a veces, lo más peligroso no es el poder... sino cuando este se ve tentado por un amor verdadero.