Conseguí el puesto de mesera en un bar una tarde de verano, cuando le pedi de rodillas al dueño que me diera empleo, y tuve el descaro de arrodillarme ante sus pies para poder obtener un sí de su horrible y asquerosa boca de anciano decrepito. El dueño, llamado Garicia no me agradaba, era un hombre bajito, sin cabello y cascarrabias que se había aprovechado de mi necesidad para arrojarme las horas extras con pocos centavos de paga. Agradecía que me haya contratado, pero eso no le daba el derecho a insultarme cada vez que hacía algo mal en el trabajo.
Estaba destinada al fracaso, a morirme de hambre y saber que nada mejoraría porque le había puesto esperanzas a mi vida y eso no me había servido para nada.
Aquel día tenía planificado todo, mi carta de suicidio y donde me colgaría, sobre unas tuberías resistentes con un cinturón alrededor de mi cuello.
Sentía cierta melancolía por lo que estaba pensando, pero estaba segura de llevarlo a cabo porque cuando me proponía algo, lo hacía. Y sí, me propuse atentar contra mi vida aquella tarde. Mientras que mi autoestima bajaba, el señor Garicia se encargaba de pisotearla cuando estaba en el suelo, con sus asquerosos zapatos oscuros y que a veces pisaban excremento que no se encargaba de limpiar, permitiendo que este se secara con rapidez sobre su suela.
Entonces, volviendo a mi desastroso presente, aquella noche el bar estaba repleto de gente, bebiendo en sus mesas y algunos comiendo, disfrutando de buena música.
Y pensar que aquella sería la última en la que estaria con vida.
-...cuatro cervezas extra grandes con papas del mismo tamaña. -me dijo aquel señor de cabello rubio despampanante y que no paraba de masticar su chicle de una manera tan ruidosa que me molestaba.
-Anotado. -le indiqué, mientras ponía un punto final en su pedido.
El mismo punto final que quería poner a mi vida.
Cuando estaba a punto de marcharme a la barra, el señor tuvo el descaro de tomarme de la muñeca, obligándome a que me volviera hacia él.
-¿Se encuentra bien? Estás pálida-me dijo, mirándome con una gran lastima muy poco disimulada.
¿Cómo podía responder eso a una desconocido? Me zafe de su agarre con cierta sonrisa tensa muy poco disimulada.
-Sí, no se preocupe. Sólo son las horas excesivas de trabajo aplastándome como un carro-me reí con brevedad para ponerle un poco de comedia a mi vida.
-¿Cuándo fue la última vez que ingeriste algo? -insistió.
-Hoy a las siete de la mañana.
-¡Por todos los cielos! ¿Estuviste todo el día sin comer? ¿Es que aquí no te pagan lo suficiente? -se escandalizó su amigo, que estaba sentado junto a ella.
Los otros dos hombres que los acompañaban escuchaban atentamente la conversación más incómoda de mi vida.
-Si digo mi sueldo pueden que me echen, señor. -me disculpé, sintiendo mis mejillas acaloradas.
Una mano enorme se posó sobre mi hombro y me sobresalté al sentir la presencia del señor Garicia, quien se había unido descaradamente a la charla. Me aparté para que me soltara.
-¿Sucede algo con la mesera, señores? ¿Les ha molestado su servicio? -les preguntó él, con cierto tono de voz que era digno de mi humillación.
-¿Usted le permite comer a sus empleados en sus horas libres? -le preguntó el hombre, quien se había levantado de su asiento para hacerle frente a la situación.
El hombre, cuyo cabello era oscuro, llevaba un tapado gris que le llegaba a las rodillas y parecía rodar los cuarenta años, se posicionó frente a Garicia, quien parecía una hormiga ante la presencia de aquel señor tan alto y grande.
Vi como Garicia tragaba saliva de una manera nerviosa y me echaba breve miradas fulminantes. Apoyé mi frente sobre mi mano, suplicando que todo aquello no significara "estás despedida".
Aunque...en un par de horas me suicidaría así que estaba muerta en vida de cierta forma.
-Nuestros empleados tienen dos horas libres para comer lo que se les antoje. Este ámbito de trabajo es muy sano, así que no se preocupe por el bienestar de nuestros empleados que están en las mejores condiciones. -soltó Garicia, con una sonrisa estúpidamente falsa y una tranquilidad fingida.
-Mentiroso.
Los cuatro hombres y Garicia se volvieron hacía mí cuando mi mente me había traicionado y había soltado esa palabra de una manera inconsciente. Tragué saliva con fuerza y no sabía dónde meterme. Aunque, aquella noche iba a suicidarme y no tenía nada más que perder.
-¡Esas horas no existen, estamos siendo explotados laboralmente por él! -me animé a gritar frente a todos y aquel lugar se había vuelto silencioso donde antes había un ruido insoportable de gente hablando- ¡No podemos comer, no nos da una hora libre para descansar y si protestamos corres el riesgo de que seas despedido!¡Tampoco nos permite ir al baño en horario laboral! ¿Saben la última vez que he cagado?¡Sólo lo hago por las noches, cuando llego a casa porque no nos permite hacer nada!
Sentí la mirada furiosa, acalorada y que pedía ayuda sobre mí y que provenía de mi estúpido jefe. Yo retrocedí unos cuantos pasos hacia atrás, viendo como la mayoría de los clientes se marchaban del sitio y otros empleados comenzaban a insultarlo como si tuvieran ganas de hacerlo hace tiempo.
Desaté por detrás de mi nuca mi delantal rojo que tenía el logo del local y también el nudo del mismo que rodeaba mi cintura. Lo lancé al suelo y lo pisoteé, sin dejar de mirar a mi jefe que parecía tener la intención de ahorcarme en cualquier momento.
-Gracias por nada. -escupí, yendo a la caja registradora y sacando un par de billetes, llevándome la paga del mes sin intención de hacer un conteo ante sus ojos.
Salí del bar, en plena noche, con mi bolso oscuro colgado en mi hombro y con ganas inmenzas de llorar. Aquella situación al principio parecía manejable, pero la cara Garicia seguía merodeándome por la cabeza. Su cara roja, incluso su calva cabeza y sus dientes apretados al igual que sus puños, mudo, pero con tanta cara de amenaza hacía mí que seguro tendría pesadillas...esperen, aquella noche era la última.
No habría pesadillas, no habría dolor alguno si hacía lo que tenía en mente ya hace meses. Aquella noche me suicidaría, y no me cansaba de repetírmelo como si algo en mí me recordara cuál era mi destino.
Ya podía ver el nombre en mi tumba, y algunos familiares lejanos, quizás algunos compañeros de la escuela. Creo que toda mi vida se trató de juntar invitados para mi funeral.
Llegué a la parada de autobús y las ocho y punto se marcó en mi teléfono móvil. Me senté sobre un pequeño asiento frio, oscuro y miré a ambos lados de la calle, observando lo que sería la última visión que tendría de aquella enorme ciudad.
Era interesante ver como una parte de Seattle era preciosa en todos los sentidos, las luces extravagantes, la gente siempre animada, el ruido de los autos pasar. Todo era atrapante, pero no le daba sentido a mi vida.
No podía disfrutar del lujo que algunos tenían permitido, no podía adquirir algún sentido que me convenciera en quedarme en la tierra.
Lo que tenía pensado hacer era morirme, lo tenía planificado y de cierta forma me sentía orgullosa de haber organizado ese aspecto de mi miserable vida, por más grotesco que sonará eso, era cierto.
El autobús llegó y me subí a él, el chófer me saludó, amigable a través de su gorra y con una sonrisa, tenía aspecto asiático. Le devolví la sonrisa débil. Me senté en el primer asiento que vi y me dije a mí misma que mirara por última vez la ciudad, porque sabía que después de aquella noche, no recordaría nada y mi mente caería en un sueño profundo, de esos de los que nunca despiertas y está la desesperación en saber si hay vida después de la muerte.
Eso sería algo estúpido, no quería una vida por algo me iba a suicidar, duh.
El apartamento en el que vivía tenía cinco pisos y era uno de los más vulnerables que había en la lejanía del gran centro. Llegué y acaricié a varios gatos que merodeaban por allí. Si fuera por mí los hubiera adoptado ya hace tiempo, pero apenas podía darme comida a mí misma. No quería condenar a un gato a mi suerte.
Subí las escaleras, con el cuerpo cansado y con tantas ganas de comer que quizás, mordería a cualquier vecino para acallar a mi estómago.
Con un suspiro, adentré en la cerradura la llave de mi apartamento que tenía como número un siete dorado y mal gastado por los años. Ingresé y prendí las luces. Hogar, dulce hogar.
El apartamento no era bonito, tenía las paredes llenas de mohín y despintadas, con la pintura vieja despegándose de la misma. Había un televisor que solo tenía canales de aire y un sofá bonito, pero súper incómodo, imposible dormir allí.
Algunos muebles habían venido con el apartamento, y no tuve la suerte en ningún momento de cambiarlos. No tenía dinero, mierda.
Dejé mi bolsa encima de la mesa y fui a la nevera, buscando algo para comer. Si me iba a morir quería que sea con el estómago lleno y el corazón contento. Así que me di el lujo de pedir comida, y no tardé en tener una caja de pizza sobre la mesa y una Coca Cola en botella.
Buen provecho, futura muerta.
La última cena había estado riquísima, una delicia sacada de la caja registradora de mi ex empleo y tenía ganas de comer frente a Garicia para demostrarle que estaba comiendo en horas de trabajo. Vete a la mierda, Garicia.
Ordené toda la casa, con cierta melancolía y tuve la intensión de dejar todo impecable (aunque todo fuese un asco) para que cuando me encontrarán muerta, la casa estuviera en condiciones.
Arreglé mi cama, lavé los platos sucios, barrí el suelo y finalmente me di una ducha. Depilé mis axilas, y toda la parte del cuerpo que tuviera un vello que me molestará.
Si iba a morir, también quería que sea depilada y con la piel suave.
Salí con una toalla rodeándome el cuerpo y largué un largo suspiro al ver qué ya tenía preparado el cinto sobre el colchón de la cama. Me puse una ropa bastante cómoda y traje un banquillo a la habitación en el cual subiría para poder atar el cinto sobre uno de los caños gruesos que había en el techo. Un caño bastante molesto ya que no sabía con exactitud qué es lo que transportaba.
Todas las noches lo miraba y me preguntaba si resistiría mi peso el día en el que colgará. Y aquella noche lo estaba por comprobar.
Averiguando si tenía algo más que hacer en aquel mundo que no me había dado nada, así que decidí subirme aquel banco (que rogaba que no se rompiera) y me obligué a mí misma observar el anochecer por última vez. La luz de la luna me brindaba aquella caricia que nunca nadie me había dado y con un nudo en la garganta quise echarme a llorar.
Supongo que así finalizaba la corta vida de una joven llamada Alma Grey.
Rodeé con el cinturón mi cuello, sintiendo el cuero incómodo sobre mi piel. Dios, que difícil era todo aquello. Cerré los ojos y con un último suspiro, pateé el banco y al instante me colgué, sintiendo como empezaba a cortarme la respiración y el cinturón empezaba a rasparme el cuello.
Algo en mi quería desesperadamente salvarme y las arcadas desesperadas, mis manos sudorosas tratando de sacarme el cinturón, fueron una lucha desesperada. Quizás el cuerpo humano quería sobrevivir, pero mi alma no.
Antes de que pudiera perder por completo la conciencia, escuché que alguien pateó la puerta de la entrada con tal escándalo que abrí los ojos de par en par, observando mis pies descalzos que eran sacudidos por mí misma.
-¡Mierda!
El cinturón me hizo girar el cuerpo y cuando estaba a punto de ser arrastrada por la muerte misma, un hombre que no pude ni siquiera ver, pero si escuchar. Me levantó en el aire y me sacó con desesperación el cinturón del cuello, con dedos nerviosos acariciándolo.
Me desmayé por falta de oxígeno.