"¿Otra vez con eso? ¿Qué quieres, un aumento? Ya te dije que cuando las cosas se calmen, te daré un puesto directivo. Ten paciencia."
Sacó una pequeña caja de su bolsillo.
"Ah, por cierto, feliz cumpleaños adelantado."
Se la tendió.
Sofía la abrió.
Dentro, un llavero de metal barato, con el logo de la joyería donde había encargado el collar de esmeraldas para Isabella.
Seguramente un obsequio que venía con la compra.
Una baratija.
Un insulto.
"Gracias," dijo ella, con una voz carente de emoción.
Era como si él le estuviera tirando un hueso a un perro, esperando que moviera la cola feliz.
Qué poco la conocía. O qué poco le importaba.
"Firma esto, anda," dijo Mateo, empujándole una pila de documentos. "Son cosas de rutina, contratos, aprobaciones."
Sofía vio su carta de renuncia entre los papeles.
Con una sonrisa apenas perceptible, tomó un bolígrafo y se la tendió.
"Claro, Mateo."
Él firmó cada documento sin apenas mirarlo, mientras hablaba por teléfono sobre los preparativos de "su" boda.
Cuando llegó a la carta de renuncia, la firmó con la misma displicencia.
Sofía sintió una pequeña victoria.
La trampa se había cerrado. Sutilmente.
Más tarde ese día, Sofía estaba en la oficina principal, recogiendo algunas de sus cosas personales de un cajón.
Isabella entró pavoneándose.
Llevaba puesto un vestido nuevo, caro, y agitaba la mano izquierda para que el enorme anillo de compromiso brillara bajo la luz.
"Ay, Sofía, ¿todavía por aquí?" dijo con suficiencia. "Mateo me acaba de regalar el título de propiedad del departamento de Puerto Madero. ¡Es divino! Ya estoy pensando en la decoración."
Mostró los papeles con orgullo.
Algunos empleados que pasaban miraron con envidia mal disimulada.
Sofía la miró sin decir nada.
Doce años de su vida. Doce años de trabajo duro, de sacrificios, de sueños rotos.
Y esta mujer, en menos de un año, lo había conseguido todo.
Todo lo que ella había anhelado.
Era como haber construido una casa ladrillo a ladrillo, con sudor y lágrimas, para que otra persona viniera a vivir en ella y organizara una fiesta de inauguración.
Una boda para otra persona.
Sintió una punzada de amargura, pero la ahogó rápidamente.
Ya no importaba.
Mateo irrumpió en la oficina, ajeno a la tensión.
"¡Sofía! ¿Has visto mis llaves del Mercedes? ¡No las encuentro por ninguna parte! Y necesito que llames al proveedor de botellas, el último pedido llegó con retraso."
Su tono era autoritario, como siempre.
No se había dado cuenta de que ella estaba recogiendo sus cosas.
No se había dado cuenta de nada.
Sofía suspiró internamente.
La ceguera de Mateo era monumental.
Esa noche, el teléfono de Sofía sonó.
Era uno de los "compinches" de Mateo, Lucas.
"Sofi, ¿cómo estás? Oye, estamos aquí en la peña 'El Cencerro'. Mateo está un poco... bastante ebrio. Necesita que alguien lo recoja. ¿Podrías venir?"
Sofía dudó.
No quería verlo. No quería más humillaciones.
Pero luego recordó algo.
En el depósito de la peña, donde a veces guardaban herramientas de la viña, ella tenía una caja con algunos recuerdos de su infancia, cosas que no quería dejar atrás. Y la única llave la tenía Mateo, o la guardaban en la barra.
"Está bien," dijo. "Voy para allá. Pero solo a buscarlo y a recoger algo mío."
Cuando llegó a "El Cencerro", el ambiente era ruidoso. Música folclórica a todo volumen, olor a asado y vino.
Encontró a Mateo en una mesa grande, rodeado de sus amigos.
No parecía tan ebrio. De hecho, se reía a carcajadas.
Al verla, Lucas sonrió con malicia.
"¡Miren quién llegó! ¡La fiel Sofía al rescate!"
Otro amigo, Ramiro, añadió: "Hicimos una apuesta, Mateo. Yo dije que vendría corriendo. ¡Gané!"
Mateo rio, sin mirarla.
La humillación la golpeó con fuerza.
La habían usado. Otra vez.
"Cargosa," murmuró alguien.
"Arrastrada," dijo otro en voz más alta.
Mateo no dijo nada. No la defendió. Solo sonrió, complacido.
Sofía sintió la sangre subirle a la cabeza, pero se obligó a mantener la calma.
Con una dignidad que no sabía que poseía, se dirigió al encargado de la barra.
"Buenas noches. Necesito la llave del depósito. Tengo que retirar unas pertenencias."
El encargado, que la conocía, se la dio sin hacer preguntas.
Mientras salía hacia el depósito, escuchó la voz de Mateo, clara y despectiva, dirigiéndose a sus amigos.
"¿Ven? Les dije que vendría. Siempre hace lo que le pido. Es tan predecible."
El dolor fue agudo, pero breve.
Ya no había sorpresa, solo una confirmación fría de lo que ya sabía.
Con la caja en sus manos, se dirigió a la salida.
Justo en la puerta, vio a Mateo encontrándose con Isabella, que acababa de llegar.
Él la recibió con una sonrisa radiante, una ternura en los ojos que Sofía nunca había visto dirigida hacia ella.
Isabella tropezó ligeramente.
Y entonces, Sofía lo vio.
Mateo, el orgulloso Mateo Vargas, se arrodilló en el suelo polvoriento de la entrada de la peña.
Con una delicadeza infinita, le ató el cordón de uno de sus zapatos de diseñador.
Un gesto íntimo, protector.
Un gesto que él nunca, jamás, le había dedicado a ella.
Esa imagen se grabó en su mente como fuego.
La confirmación final.
No había más dudas. No había más esperanzas vanas.
Solo la certeza de que su decisión era la correcta.
La única posible.