El dolor en mi estómago se intensificó. Eran calambres agudos, implacables.
Conduje yo misma al hospital. Cada bache en el camino era una tortura.
Las luces blancas y el olor a antiséptico me recibieron. Estaba sola. Completamente sola.
Intoxicación alimentaria, dijo el médico. Grave. Necesitaba quedarme en observación.
Desde la camilla, miré por la ventana del pasillo. Vi el coche de Alejandro aparcado fuera de la casa de Sofía, justo al otro lado de la calle del hospital.
Las luces de la casa estaban encendidas.
A través de la ventana del salón, vi sus siluetas.
Alejandro estaba abrazando a Sofía. Ella lloraba en su hombro. Él le acariciaba el pelo con ternura.
Una ternura que nunca me había dedicado a mí.
El dolor en mi corazón era mucho peor que el de mi estómago.
Era la confirmación visual de mi lugar en su vida. Yo estaba en un hospital, sola y enferma. Él estaba consolando a otra.
Al día siguiente, cuando volví a la mansión Roldán, me encontré con Alejandro y Sofía en el jardín.
Él le estaba enseñando a jugar al golf. Reían.
"Ah, Elena, ya has vuelto", dijo Alejandro, como si me hubiera ido a comprar el pan. "Sofía estaba contándome que le encantaría aprender a jugar."
Sofía me miró con sus grandes ojos inocentes.
"Espero que no te moleste, Elena. Alejandro es tan amable al enseñarme."
"No, no me molesta", dije, con la voz vacía.
Marcos apareció en ese momento, con una sonrisa maliciosa.
"Vaya, vaya. Miren quién ha decidido honrarnos con su presencia. ¿Ya has terminado de llamar la atención con tus misteriosas enfermedades?"
Me giré para enfrentarlo.
"Estaba en el hospital, Marcos. Tuve una intoxicación."
"Claro, una 'intoxicación'", dijo, haciendo comillas en el aire. "Justo la noche en que Sofía necesitaba a Alejandro. Qué conveniente."
Su acusación era tan ridícula, tan injusta, que me quedé sin palabras.
"Siempre has sido así, Elena. Celosa. Desde que eras una niña. ¿Recuerdas cuando Sofía ganó el concurso de arte de la escuela? Le rompiste su escultura 'accidentalmente'."
Recordaba ese día. Marcos me había empujado contra la mesa donde estaba la escultura. Todos culparon a la "huérfana torpe". Alejandro, incluso entonces, se había puesto del lado de Sofía.
Era un patrón. Un patrón de abuso y humillación que había aceptado durante años.
Marcos se acercó, su voz un susurro venenoso.
"¿Crees que no sabemos por qué estás aquí? Eres la prometida de Alejandro. Ese es tu único valor. Así que deja de causar problemas y compórtate."
Intenté defenderme, apelar a mi posición.
"Soy su prometida, sí. Tengo derecho a..."
Marcos soltó una carcajada cruel.
"¿Derecho? ¿Qué derecho tienes tú? Eres una Vargas. Hija de artesanos. No eres nadie. Deberías estar agradecida de que te permitamos vivir aquí, de que Alejandro te dirija la palabra."
Sus palabras eran dagas.
"¿Sabes por qué mis padres te acogieron, Elena? ¿Y por qué nunca te dejarán ir, por mucho que te desprecien?"
Lo miré, confundida y asustada.
"Porque si te vas, la gente hablará. Dirán que los Roldán son crueles, que echaron a la pobre huerfanita a la calle. Tu presencia protege nuestra reputación. Eres un escudo, Elena. Nada más."
La verdad me golpeó con la fuerza de un huracán.
No era una hija. No era una hermana. Ni siquiera era una prometida amada.
Era una herramienta. Un objeto. Un escudo humano para proteger el preciado estatus social de los Roldán.
Mis piernas flaquearon.
Caí al suelo, las lágrimas finalmente brotando de mis ojos.
Mi mundo, la frágil estructura que había construido sobre el amor de Alejandro, se había derrumbado.