No Nace Amor En Jaula
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Capítulo 1

La pesadilla me ahogaba otra vez, siempre la misma.

El olor a aguardiente barato, las risas brutales, el dolor desgarrándome.

Desperté gritando, bañada en un sudor frío.

Las marcas en mis muñecas, ya cicatrices pálidas, ardían como si fueran recientes.

No estaba en mi pequeño apartamento en Bogotá.

Una cadena fría y pesada me ataba el tobillo a la pata de una cama desconocida.

La habitación era lujosa, pero olía a encierro.

Ventanas con barrotes.

¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado aquí?

La puerta se abrió y entró él. Alejandro.

Mi casi novio de la adolescencia, el origen de mis pesadillas.

Me sonrió con una ternura que me heló la sangre.

"Sofía, mi amor, despertaste."

Llevaba una bandeja con café y arepas.

Como si fuera un desayuno romántico.

Pero sus ojos... sus ojos no eran tiernos. Eran los de un depredador.

"¿Qué hago aquí, Alejandro? ¿Por qué me tienes encadenada?"

Dejó la bandeja en la mesita de noche.

Se acercó, su sombra cubriéndome.

"Porque eres mía, Sofía. Siempre lo has sido."

Su mano acarició mi mejilla, y yo temblé de asco y miedo.

Luego, sin previo aviso, su otra mano agarró mi cabello con fuerza.

"Y me vas a pagar todo lo que me hiciste."

El dolor me cegó por un instante.

Sus labios se estrellaron contra los míos, un beso brutal, hambriento.

Lo empujé con todas mis fuerzas, pero la cadena tiró de mí hacia atrás.

Caí de espaldas en la cama.

Él se cernió sobre mí.

"No te resistas, mi amor. Solo lo harás peor."

Y entonces comenzó el infierno de nuevo, pero esta vez no era una pesadilla.

Era real.

Cada caricia era una tortura, cada palabra dulce un veneno.

Cuando terminó, se levantó como si nada.

"Descansa, Sofía. Mañana será un nuevo día."

Salió de la habitación, cerrando con llave.

Me quedé allí, rota, temblando, las lágrimas corriendo por mi rostro.

¿Por qué? ¿Por qué me hacía esto?

El último recuerdo antes de la oscuridad era su rostro en la calle, cerca de la consulta de mi psiquiatra.

Un encuentro casual, o eso creí.

Me había sonreído, me había ofrecido llevarme a casa.

Estaba tan cansada ese día, tan medicada.

Acepté.

Qué estúpida.

Me había subido a su auto.

Y luego, nada. Un pañuelo sobre mi boca, un olor dulzón, y la oscuridad.

Ahora estaba aquí. Su prisionera.

Había pasado un mes. Un mes de esta tortura.

De su ternura enfermiza por las mañanas y su violencia brutal por las noches.

Mi cuerpo estaba lleno de moratones. Mi alma, destrozada.

Intenté hablar con él, suplicarle.

"Alejandro, por favor, déjame ir. No diré nada, lo juro. Solo quiero irme."

            
            

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