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Clara colgó el teléfono, la conversación aún resonando en sus oídos. Ahora estaba cargado con la audaz propuesta de Sofía, una idea que, aunque al principio le había parecido disparatada y hasta humillante, comenzaba a germinar en su mente con una extraña y creciente fascinación.
Se levantó del sillón con una energía renovada, casi febril. Se acercó a su laptop, pero esta vez no abrió el documento de su novela. En cambio, con los dedos volando sobre el teclado, navegó por portales de empleo, una actividad que no realizaba desde hacía más de una década, desde sus primeros trabajos como correctora de estilo antes de dedicarse por completo a la escritura.
Buscaba algo específico, aunque no sabía qué. Algo que la sacudiera, que la obligara a interactuar, que la pusiera a prueba de una manera completamente nueva.
No quería un trabajo cualquiera; quería uno que le proporcionara material, un estudio de campo que la empujara a sus límites. Necesitaba un personaje que la desafiara, un conflicto que la sacara de su cómoda y predecible existencia.
Desplazó el cursor por la pantalla, pasando anuncios de recepcionistas bilingües para hoteles de lujo, community managers para librerías de barrio, asistentes de contabilidad para firmas de moda. Nada. Demasiado mundano, demasiado familiar, demasiado sin pasión. Su mirada se detuvo entonces en un anuncio que parpadeó en la parte superior de la página, casi por accidente, como si el destino hubiera movido un hilo invisible.
Era para el puesto de asistente personal de dirección. Un nombre se destacaba en negrita en el encabezado, grabado a fuego en su mente de escritora: "Editorial Soler". Conocía la editorial, claro que sí. Era una de las más prestigiosas de España, conocida por su seriedad, por su selección de títulos de alto calibre, de autores de renombre internacional.
Su director, un tal Marcos Soler, tenía fama de ser un genio editorial, un visionario, sí, pero también un hombre distante, exigente hasta la médula, con una reputación tan gélida como el mármol del Museo del Prado. Los rumores sobre su carácter intratable, su inaccesibilidad y su apodo de "el tirano" eran bien conocidos en todo el ambiente literario de Madrid. Decían que era la tumba de cualquier asistente que intentara durar más de un mes.
Un escalofrío le recorrió la espalda. No de miedo, sino de una extraña curiosidad, de una perversa emoción. "El jefe odioso", pensó con una sonrisa torcida, casi maliciosa. Era perfecto. ¿Qué mejor material que el de un tirano en potencia para su novela de pasión?
Cerró los ojos por un instante, visualizando la escena. Ella, la escritora en busca de la verdad de la pasión, infiltrada en la fortaleza de un hombre de hielo.
El choque de mundos, de personalidades. La chispa que podría surgir de la fricción, del roce constante.
Abrió un nuevo documento, no para su novela, sino para su curriculum vitae. Lo reescribió febrilmente, quitando sus logros literarios que ahora parecían irrelevantes y enfatizando sus habilidades organizativas y de comunicación que, en realidad, usaba para gestionar la vida de sus personajes y mantener sus tramas en perfecto orden.
Una risa floja se le escapó. Esta sería su más grande ficción, la que le permitiría, quizás, escribir la verdad.
-Aquí vamos -murmuró al aire, su voz resonando en el silencio de su estudio, mezclada con los sonidos de Madrid que ahora le parecían una invitación a la aventur a -A vivir la pasión, a las malas. O a las muy, muy malas. A quemarme o a que me quemen.
El sol se colaba a través de las cortinas de su balcón, una caricia incongruente con la tormenta de nervios que Clara Romero sentía en su estómago.
Era martes. Día de la entrevista. Día de la verdad. O, más bien, día de la gran actuación. Saltó de la cama como un resorte, la adrenalina ya bombeando por sus venas, el reloj digital marcando las 6:30 AM con una frialdad numérica que la exasperaba. No había tiempo para el lánguido ritual de su desayuno habitual ni para las meditaciones frente a la página en blanco. Hoy, el guion era otro.
Se movió por su apartamento con una energía inusual, casi febril. El aroma a café molido llenó la pequeña cocina, pero lo bebió de pie, casi de un trago, sin disfrutarlo, los ojos clavados en su propio reflejo en el cristal de la ventana.
¿Quién era esa mujer con el ceño fruncido y la mirada tensa? La escritora de romances que se disfrazaba de asistente ejecutiva para encontrar la pasión.
La idea, absurda y cómica a partes iguales, le arrancó una risa hueca, un resorte de humor nervioso que se le escapó a pesar del nudo en el estómago.
Frente al armario, la batalla continuó. Necesitaba una armadura, algo que gritara "competencia", "eficiencia" y "profesionalidad" y silenciara el "caos creativo" que la habitaba.
Su uniforme elegido para la ocasión era el mismo que había visualizado la víspera: un pantalón de tela oscuro, una blusa de seda color marfil que rara vez usaba y que ahora le parecía extrañamente formal, el blazer negro de corte impecable que le daba un aire de seriedad impostada. Se observó en el espejo: el cabello, habitualmente indomable, con sus ondas naturales, ahora estaba recogido en una cola de caballo baja, tan tirante que le dolían las sienes. El maquillaje era mínimo, casi inexistente, solo un toque de rouge à lèvres discreto.
Quería parecer invisible, profesional, una pizarra limpia sobre la que Marcos Soler pudiera proyectar sus expectativas más altas. O su desprecio más profundo. La imagen en el espejo era la de una desconocida, pulcra y seria. Perfecta.
A las 8:15 AM, el taxi se detuvo frente al imponente edificio de la Editorial Soler, en el Paseo de la Castellana. Un gigante de cristal y acero que reflejaba el cielo madrileño con una frialdad que la hizo estremecer. Impecable, imponente, con una placa discreta pero elegante junto a la entrada, justo como se había imaginado que sería el templo de un hombre como Marcos Soler.
Clara se sintió una pequeña hormiga frente a un monolito pulido, a punto de ser aplastada o, quizás, de encontrar un nuevo y fascinante camino.
El aire olía a asfalto caliente y al dulce perfume de los tilos recién florecidos, una combinación extraña que se colaba entre los modernos edificios.
Al cruzar las puertas giratorias de cristal, un soplo de aire acondicionado la recibió, el vestíbulo era amplio, casi cavernoso, con pisos de mármol pulido que reflejaban las luces del techo como un espejo inmaculado.