Capítulo 3 3

Un mostrador de recepción de ébano y cromo dominaba el centro, y detrás de él, una mujer de unos treinta y tantos años, con un impecable traje gris perla y el cabello rubio ceniza recogido en un moño bajo, levantó la vista al verla. Sus ojos, de un glacial azul claro, escanearon a Clara de arriba abajo, sin una pizca de calidez, solo profesionalidad. Una mirada que ella conocía bien, la de la evaluación silenciosa.

-Buenos días -dijo Clara, sintiendo que su voz sonaba demasiado suave.

-Buenos días -respondió la mujer, sin un atisbo de sonrisa, su voz tan pulcra como su peinado - ¿Tenía cita?

-Sí, Clara Romero. Para la entrevista de asistente personal con el señor Soler.

La mujer consultó una pantalla con movimientos ágiles de sus dedos, el tecleo seco resonando en el silencio impoluto.

-Ah, sí. La señorita Romero. Pase, por favor. Es el octavo piso. Doña Elena Prieto la espera.

Clara asintió, agradecida por el nombre de la secretaria de Marcos. Al menos ya tenía un personaje nuevo que añadir a su lista de "material" para su novela, más allá del temible jefe. ¿Doña Elena Prieto, sería una aliada inesperada o una guardiana formidable en este castillo de hielo?

El ascensor, de acero cepillado, subió con una velocidad casi imperceptible, el silencio solo roto por el suave zumbido del motor que la elevaba hacia el destino que había buscado con tanta vehemencia.

El octavo piso era un laberinto de pasillos iluminados por una luz fría y puertas de madera oscura que parecían fundirse con las paredes.

Finalmente, encontró una puerta con una pequeña placa pulcra que decía: "Dña. Elena Prieto – Secretaría Dirección Ejecutiva".

Tocó con suavidad, con una mezcla de respeto y nerviosismo que le hizo apretar los labios.

-Adelante -escuchó una voz grave y pausada desde el interior.

Al entrar, se encontró en una oficina espaciosa, pulcra y organizada hasta el milímetro. Un enorme escritorio de madera oscura dominaba la sala, y detrás de él, sentada en una silla de diseño ergonómico, una mujer de unos cincuenta y tantos años, con el cabello recogido en un moño impecable, tan pulido como el mármol del vestíbulo, y unas gafas de lectura apoyadas en la punta de la nariz, la observaba por encima de los cristales.

Sus ojos, detrás de las lentes, eran curiosos y, por un instante, Clara detectó una chispa de... ¿lástima? ¿O quizás una velada diversión? No, seguramente era su imaginación de escritora, proyectando emociones donde no las había.

-Señorita Romero, bienvenida -dijo la mujer, su voz tan clara y precisa como el cristal. Se puso de pie con una elegancia contenida, su traje sastre gris oscuro impecable, sin una sola arruga. Extendió una mano, y Clara la estrechó. Su agarre era firme, pero no tenso, sorprendentemente cálido.

-Gracias, Doña Elena -Clara intentó sonreír con naturalidad, pero sentía los músculos de su rostro tirantes, como si llevara una máscara demasiado apretada.

-Por favor, llámeme Elena. -Doña Elena señaló una de las dos sillas de diseño frente al escritorio -Tome asiento.

Elena regresó a su silla, apoyando las manos entrelazadas sobre el escritorio. La mirada de sus ojos oscuros era penetrante, como si intentara leerle el alma, escudriñando más allá de la superficie.

-Así que, Clara Romero. Su currículum es... interesante. -Elena hizo una pausa calculada, y Clara se tensó, el corazón golpeándole el pecho. ¿Habría descubierto su "ficción" en el CV? ¿Su camuflaje? -No es el perfil habitual para este puesto.

-Comprendo -dijo Clara, intentando mantener la compostura, su voz un hilo tenso -Pero busco un cambio. Una nueva experiencia. Y siempre he admirado la labor de esta editorial.

-Claro. -Elena no parecía convencida.

Su tono era neutro, profesional, pero sus ojos decían otra cosa, una historia que no se pronunciaba en voz alta.

- El puesto de asistente del señor Soler es... demandante. Es un hombre muy, muy particular. Y muy exigente.

-Estoy preparada para el desafío -aseguró Clara, con una convicción que, en su interior, rayaba en la temeridad. "Desafío", pensó, "o material explosivo para mi novela. De cualquier forma, vale la pena".

-Bien. -Elena se puso de pie con una gracia casi mecánica, se dirigió a una puerta de madera que parecía fundirse con la pared y golpeó dos veces con los nudillos, un sonido seco que resonó en el silencio -Él la recibirá ahora.

Ha tenido una mañana complicada. Sea... precisa. Y concisa. El señor Soler valora la eficiencia sobre todas las cosas. Y la ausencia absoluta de distracciones.

Una voz, grave, monocorde y sin emoción, respondió desde el interior.

-Adelante.

Elena abrió la puerta con un gesto de invitación. Clara se encontró entonces con una oficina aún más grande que la anterior, con una pared de cristal que ofrecía una vista panorámica del skyline de Madrid y, más allá, el lejano perfil de la Sierra de Guadarrama. Un escritorio inmenso de madera oscura, tan pulido que parecía un espejo, dominaba el centro de la sala, y detrás de él, sentado en una silla de cuero negro que parecía un trono, estaba él.

Marcos Soler.

Era más alto de lo que Clara había imaginado, incluso sentado. Su figura era esbelta, atlética, con hombros anchos que llenaban el impecable traje gris carbón, diseñado a medida.

Tenía el cabello oscuro, liso y peinado hacia atrás con una precisión milimétrica, y una mandíbula fuerte y cuadrada que le daba un aire de determinación inflexible.

Pero lo que más la impactó, lo que la dejó sin aliento, fueron sus ojos. Eran de un azul metálico, tan fríos como el hielo del Polo Norte y tan penetrantes como la mirada de un depredador, y la evaluaron con una intensidad que la hizo sentir desnuda, como si pudiera ver a través de su fachada de "asistente eficiente" hasta su alma de escritora.

No había una pizca de calor en su mirada, ni una curva, por mínima que fuera, en sus labios.

Su expresión era la de un hombre que rara vez se sorprendía, o se divertía, o mostraba cualquier emoción superflua. Clara anotó mentalmente con una exclamación: "La mirada de un halcón. Peligroso. Fascinante. Material para mil capítulos."

            
            

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