No llamé a una ambulancia.
Con una fuerza que no sabía que tenía, me arrastré hasta la calle principal.
Un taxista se apiadó de mí y me llevó al hospital público.
El diagnóstico fue rápido y brutal.
Fractura conminuta del tobillo. Irreparable.
Nunca volvería a bailar profesionalmente.
Pasé la noche en una camilla en el pasillo, esperando una cama.
Nadie vino. Nadie llamó.
A la mañana siguiente, con el tobillo escayolado y un par de muletas, fui al tablao.
Estaba vacío y silencioso.
Subí a la oficina de Isabela.
Sobre su escritorio, dejé el pequeño cuaderno de cuero gastado, abierto por la última página con las 99 marcas.
A su lado, coloqué una nota.
"Deuda saldada. Adiós, Isabela."
También dejé la carta de renuncia formal.
En ella, invocaba una cláusula que ella misma me había ofrecido hacía mucho tiempo, en un momento de rara generosidad.
Una cláusula que me permitía irme sin penalización, con la única condición de no volver a actuar profesionalmente.
Una condición que ahora era mi realidad.
Salí del tablao sin mirar atrás.
Cojearía el resto de mi vida, pero por primera vez en años, sentía que caminaba erguido.
Desaparecí.
Vendí lo poco que tenía, compré un billete de autobús a un lugar donde nadie me conociera y apagué mi teléfono para siempre.
...
Isabela llegó al tablao al mediodía.
Su noche había sido un infierno, lidiando con el falso ataque de pánico de Mateo en una clínica de lujo en Madrid.
Entró en su oficina, agotada.
Vio el cuaderno sobre su escritorio.
Lo cogió, confundida.
Vio las 99 marcas.
Luego leyó la nota.
"Deuda saldada. Adiós, Isabela."
Un escalofrío recorrió su espalda.
No entendía. ¿Qué deuda?
Abrió la carta de renuncia.
El pánico empezó a apoderarse de ella.
Llamó a mi teléfono.
Apagado.
Llamó a mi piso.
Nadie contestó.
Corrió al camerino. Mi taquilla estaba vacía, excepto por los regalos caros que le había hecho.
El reloj, los gemelos, la guitarra.
Todo estaba allí.
Empezó a temblar.
Algo estaba terriblemente mal.
Llamó a los hospitales, preguntando por mí.
Finalmente, el hospital público le confirmó mi ingreso y mi lesión.
"Fractura conminuta del tobillo. No volverá a bailar," le dijo una enfermera con voz cansada.
Isabela dejó caer el teléfono.
La imagen de mí, en el suelo del callejón, y sus palabras, "Llama a una ambulancia" , la golpearon con la fuerza de un tren.
La culpa la ahogó.