Engaños Bajo el Sol Andaluz
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Capítulo 1

La gala benéfica en la finca De la Torre estaba en su apogeo. Leo Vargas, el nuevo favorito de mi esposa, sonreía desde el escenario.

Sostenía el micrófono, su encanto arrogante llenaba el aire.

"Y ahora, una pieza muy especial", anunció. "Una guitarra histórica, reliquia de una familia de artistas de Sevilla".

Mi corazón se detuvo. Era mi guitarra. La guitarra de mi abuelo.

Isabella, mi esposa, la había comprado para mí. Dijo que era para que nunca olvidara de dónde venía.

Ahora, Leo la subastaba.

Me levanté, mi silla raspó contra el suelo de mármol. Todas las cabezas se giraron hacia mí.

"Esa guitarra no está en venta", dije, mi voz más firme de lo que me sentía.

Leo me miró con una sonrisa burlona. Isabella se acercó, su belleza era fría, su vestido de seda susurraba con cada paso.

Me tomó del brazo.

"Mateo, no hagas una escena", siseó.

"Es mi guitarra, Isabella".

"Era tuya. Ahora es un donativo para la causa".

Sus ojos no mostraban emoción. Eran los ojos de la dueña del imperio De la Torre, no de la mujer que una vez dijo amarme por mi arte.

La puja comenzó. La voz de Leo resonaba, cada cifra era un golpe.

"No puedes hacer esto", le supliqué en voz baja.

Isabella me llevó a una terraza apartada. El aire de la noche era frío.

"¿Crees que tienes derecho a decirme qué puedo hacer?", preguntó. Su voz era tranquila, pero peligrosa.

"Es todo lo que me queda de mi familia".

"Tu familia ahora soy yo. Y tu hermana, Sofía".

Mencionó a Sofía. Mi ancla. La razón de todo. Su enfermedad sanguínea, tan rara, tan costosa.

"La próxima dosis de Sofía llega a Suiza el martes", dijo, examinando sus uñas perfectamente cuidadas. "Sería una pena que hubiera un retraso en el pago. La clínica es muy estricta".

El aire se escapó de mis pulmones. La amenaza era clara, inhumana. Usaba la vida de mi hermana para doblegarme.

"Tú no harías eso".

Ella se rio, un sonido sin alegría.

"Pruébame. Vuelve ahí, siéntate y aplaude cuando Leo gane la puja. O llama a la clínica y diles que esperen".

El horror me paralizó. La desesperación me ahogaba. Volví a la sala. Me senté.

Vi cómo Leo, con una oferta final ridículamente alta, se adjudicaba la guitarra. La multitud aplaudió. Yo también aplaudí, mis manos se sentían ajenas.

Más tarde, en nuestra habitación, Isabella me mostró una pequeña muñeca de trapo.

"Se la enviaré a Sofía mañana", dijo con una sonrisa dulce.

Luego, con un movimiento rápido, le arrancó un brazo.

"Ves qué fácil es que algo se rompa, Mateo. Algo frágil. Algo que amas".

El alivio de que no fuera una noticia real sobre Sofía fue reemplazado por un horror más profundo. Era un juego psicológico, una advertencia. La humillación era total.

"Te amo, Mateo", dijo, acercándose. "Amo tu alma pura. Por eso te cuido. Pero debes entender tu lugar".

Me entregó una nueva tarjeta de crédito de platino.

"Leo se quedará en la finca una temporada. Sé un buen anfitrión".

Asentí, mi garganta cerrada. Mi amor por ella se había convertido en una deuda impagable. Una jaula de oro.

Cuando se fue al baño, tomé la tarjeta de crédito. La partí en dos.

Saqué mi viejo teléfono, el que guardaba en secreto.

Marqué un número que no había usado en años.

"¿Elena?", dije cuando contestó. Mi voz era un susurro roto. "¿Sigue en pie tu oferta? La de Granada. La de empezar de nuevo".

Hubo un silencio. Luego, su voz serena y familiar.

"Siempre, Mateo. ¿Estás listo?".

"Sí", respondí, mirando mi reflejo en la oscura ventana. "Estoy listo para morir".

El recuerdo de cómo empezó todo era una herida abierta. Isabella me encontró en Sevilla, en la ruina, tocando en tabernas por unas pocas monedas para el primer diagnóstico de Sofía.

Ella fue mi salvadora. Pagó las deudas de mi familia, nos mudó a su finca, me rodeó de lujos.

"Tu arte es demasiado grande para morir en la pobreza", me dijo.

Y yo la amé por ello. La amé con devoción.

Pero entonces apareció Leo. Un jugador de polo argentino, arrogante y viril. Isabella se sintió atraída por él. Empezó a llegar tarde, el olor de otro hombre en su ropa.

Cuando la confronté, no lo negó.

"Es solo una distracción, cariño. Tú eres mi posesión más preciada. Él no es nada".

Intenté irme. Le dije que no podía vivir así.

"¿Irte?", se rio ella. "¿Y Sofía? El tratamiento experimental funciona, Mateo. Está mejorando. ¿Vas a tirar su vida por la borda por tu orgullo herido?".

Me quedé. Atrapado.

Ahora, el recuerdo de la muñeca rota se repetía en mi mente. La vida de Sofía, que estaba casi asegurada, ahora era un arma en sus manos.

Mi decisión era firme. Tenía que escapar.

            
            

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