Engaños Bajo el Sol Andaluz
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Capítulo 4

Al día siguiente, fui al conservatorio donde daba clases a tiempo parcial.

Entré en el despacho del director.

"Vengo a presentar mi dimisión", dije sin rodeos.

El director, un hombre amable que respetaba mi talento, me miró con sorpresa.

"¿Mateo? ¿Por qué? Eres el mejor profesor que tenemos".

"Motivos personales", respondí.

Él suspiró, asumiendo una razón incorrecta.

"Entiendo. La vida con los De la Torre debe ser... exigente. No tendrás tiempo para estas cosas".

No lo corregí.

Recordé cómo, hace años, Isabella me había "sugerido" que dejara mi carrera como concertista.

"Cariño, no necesitas trabajar", me dijo. "Tu lugar está aquí, conmigo. Creando arte por amor, no por dinero".

En realidad, limitaba mi carrera, me aislaba, me hacía dependiente. Dejar ese trabajo era un paso más para recuperar mi vida.

Esa tarde, un asistente de Isabella vino a buscarme.

"La señora le pide que la acompañe a un evento esta noche en el club de polo".

Acepté. Tenía que mantener la fachada hasta que pudiera escapar.

Cuando llegamos al club, me di cuenta del horror de la situación.

El salón estaba decorado con enormes fotografías de Leo Vargas a caballo, celebrando sus victorias.

Era una fiesta en su honor. Organizada por mi esposa.

Me sentí expuesto, humillado. Las miradas de los invitados, los susurros, todo era sobre mí. El marido cornudo.

Isabella, radiante, se acercó a mí.

"Leo se siente mal por lo de la guitarra", dijo, como si fuera una simple anécdota. "Para compensarlo, quiero que toques algo para él. Algo que le guste".

Me negué con la cabeza.

"No voy a hacer eso".

Su sonrisa se desvaneció. Su mano apretó mi brazo con fuerza.

"Mateo", dijo en voz baja, su aliento frío en mi oído. "Recuerda a la muñeca de Sofía. Recuerda lo fácil que es que las cosas se rompan".

El miedo volvió a atenazarme. La amenaza era siempre la misma.

Cedí.

Me senté al piano. En lugar de tocar una alegre pieza de polo, mis dedos se movieron hacia una vieja melodía flamenca.

Una canción de pérdida y anhelo. La canción que mi abuelo me enseñó.

La música llenó el salón. El silencio se hizo denso.

Miré a Isabella. Por un momento, vi algo en sus ojos. Un destello de la mujer que conocí. Sus ojos se humedecieron. La música la había conmovido.

Pero el momento se rompió. Me levanté bruscamente.

"Tengo que irme", dije, mi voz ronca.

Leo se acercó, con su falsa amabilidad.

"¡No te vayas, hombre! ¡Ha sido fantástico! Quédate a tomar una copa".

Puso su brazo sobre mis hombros, guiándome hacia la barra.

Con una malicia oculta, me situó directamente debajo de una pesada lámpara de araña decorativa.

"Camarero, dos whiskies", dijo.

Y entonces, sentí un tirón en el cable que colgaba discretamente junto a la pared.

La lámpara se desprendió del techo.

Todo pasó muy rápido. Un grito, el sonido del metal y el cristal rompiéndose.

Sentí un dolor agudo en la cabeza y la espalda antes de que todo se volviera negro.

Lo último que vi fue a Isabella. No corrió hacia mí.

Corrió hacia Leo, apartándolo del camino para que no le cayera ni un solo trozo de cristal.

Mientras lo protegía, se llevó una mano al vientre, su rostro contraído por una mueca de dolor.

                         

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