Leo sonrió, una sonrisa de suficiencia. Se acercó a mí.
"No pasa nada, Isa. Está alterado. Déjame hablar con él".
Puso una mano en mi hombro, un gesto de falsa reconciliación.
"Lo siento, amigo", susurró para que solo yo lo oyera.
Y entonces, su mano libre, que sostenía una taza de café caliente, se inclinó "accidentalmente" sobre mi brazo.
El líquido hirviendo me quemó la piel. Grité de dolor.
El café también salpicó la mano de Leo.
"¡Ay!", exclamó él, exagerando el gesto.
Isabella corrió hacia él, ignorándome por completo.
"¿Estás bien, Leo? ¡Déjame ver!".
Hubo un instante, un brevísimo instante, en que sus ojos se encontraron con los míos. Vi una chispa de preocupación por mí. Pero desapareció tan rápido como llegó.
Su atención se centró por completo en Leo.
"¡Tu mano! ¡Está roja!", exclamó, inspeccionando una pequeña salpicadura en su piel.
"No es nada, de verdad", dijo él, fingiendo valentía.
Isabella me lanzó una mirada furiosa.
"¡Mira lo que has hecho! Por tu culpa, Leo está herido".
Llamó a gritos a las doncellas.
"¡Llevad a Leo a la enfermería! ¡Que venga el doctor De la Vega inmediatamente!".
Se fue con él, sosteniendo su mano como si fuera la reliquia más frágil del mundo.
Me quedé solo, con el brazo ardiendo. Una de las doncellas más jóvenes se acercó con un paño húmedo.
"El señor no se preocupe", dijo en voz baja. "La señora a veces... se preocupa demasiado por los invitados".
Intentaba consolarme, pero sus palabras solo confirmaban mi insignificancia.
Me llevaron a una pequeña sala de curas. Una enfermera me aplicó una pomada y una venda.
"El doctor De la Vega está ocupado con el señor Vargas", me informó. "Pero vendrá a verle en cuanto termine".
La humillación era un dolor sordo bajo la quemadura. El mejor médico de la finca atendía un rasguño, mientras yo esperaba con una quemadura de segundo grado.
Estaba sentado allí, sintiendo el dolor punzante, cuando el doctor De la Vega finalmente entró. Era un hombre mayor, el médico de la familia De la Torre durante décadas.
"Veamos esa quemadura, Mateo", dijo con voz cansada.
Mientras me examinaba, su teléfono sonó. Era su asistente.
"Sí, dile a la señora que los resultados de la analítica están listos", dijo el doctor. "Son positivos. Enhorabuena, está embarazada".
Mi mundo se detuvo.
Embarazada.
Isabella estaba embarazada.
El doctor colgó y me miró. "Buenas noticias para la familia".
Pero yo conocía un secreto que Isabella ocultaba. Un informe médico antiguo, de un accidente de equitación en su juventud. El diagnóstico: prácticamente estéril.
El recuerdo me golpeó. Hace años, cuando no podíamos concebir, Isabella me convenció de que el problema era mío.
"Cariño, mis pruebas están bien", me dijo, mostrándome unos papeles falsos. "Quizás... deberías hacerte tú un tratamiento".
Por amor, por proteger su orgullo, acepté. Durante años, me sometí a dolorosos tratamientos hormonales para aumentar "mis" posibilidades. Asumí la culpa.
Este embarazo no era solo un embarazo. Era un milagro. Y con toda probabilidad, el único hijo que ella podría tener en su vida.
Mi plan de escape se complicaba terriblemente.
Justo en ese momento, la puerta se abrió. Eran Isabella y Leo.
"Doctor, ¿cómo está Mateo?", preguntó Isabella, su preocupación sonaba hueca.
"Estará bien", respondió el doctor. Luego, sonriendo, añadió: "Señora, tengo maravillosas noticias para usted. ¡Su prueba de embarazo...!".
"¡Mi mano!", interrumpió Leo, quejándose en voz alta. "Doctor, ¿cree que me quedará cicatriz? Soy un deportista, mi imagen es importante".
La atención de Isabella se desvió instantáneamente hacia él.
"Oh, Leo, no te preocupes, usaremos los mejores tratamientos".
El doctor, confundido por la interrupción, se calló.
Yo lo miré y negué sutilmente con la cabeza.
Cuando Isabella y Leo se fueron, discutiendo sobre cremas para cicatrices, me volví hacia el doctor.
"Por favor", le dije. "No le diga nada sobre el embarazo. Aún no".
Él asintió, perplejo.
Yo salí de la enfermería, con el brazo vendado y el corazón hecho un lío. Mi plan de huir ahora tenía el peso de un hijo no nacido.