Ese martes, todo cambió.
Llevábamos dos meses trabajando en el lanzamiento de una nueva campaña publicitaria.
Noches sin dormir, fines de semana en la oficina, estrés, café malo y mucha, mucha presión.
Yo era la diseñadora principal.
A las once de la mañana, nuestro jefe entró en la sala con una sonrisa enorme.
"¡Lo hemos conseguido! ¡El cliente está encantado! ¡Las primeras cifras son espectaculares!"
Hubo un estallido de aplausos y vítores.
Mis compañeros me abrazaron. Me felicitaron.
"Tu diseño es la clave, Sofía. Es brillante."
Sentí una oleada de orgullo y felicidad que no había sentido en años.
Por un momento, me olvidé de los trescientos euros, del piso en Salamanca, de los mensajes de Javier.
Solo quería celebrar.
"Chicos, os invito a algo", dije, con una euforia que me sorprendió a mí misma. "Hay una pastelería nueva aquí al lado que dicen que es increíble."
Nadie se negó.
Fuimos todos juntos. El local olía a mantequilla y azúcar.
Las vitrinas estaban llenas de tartas preciosas, croissants perfectos, palmeras de chocolate brillantes.
Era el paraíso.
Pedí la tarta de queso más famosa de la tienda, grande, para compartir. Y cafés para todos.
Mientras la dependienta preparaba el pedido, mis compañeros charlaban y reían.
Me sentí parte de algo. Me sentí normal.
"Son sesenta y cinco euros", dijo la chica.
Saqué mi tarjeta suplementaria sin pensarlo.
El datáfono emitió un pitido. Pago aceptado.
Cogí la caja de la tarta y la bandeja con los cafés.
Mi móvil vibró en mi bolsillo.
No era un mensaje. Era una llamada.
Era Javier.