A la mañana siguiente, un camión especial llegó a nuestra finca en La Rioja.
No era de los Soto. Era de los Castillo.
Enviaron regalos de compromiso.
No eran simples joyas o vinos caros.
Enviaron un semental de pura sangre andaluza, un caballo legendario llamado "Lucero", cuyo valor era incalculable. También enviaron un conjunto de joyas antiguas que pertenecieron a la reina Isabel II y una selección de los mejores productos de sus fincas en Andalucía.
Era un gesto de máximo respeto, un reconocimiento del valor de la alianza entre nuestras familias.
Recordé mi vida pasada. Los Soto ni siquiera celebraron un compromiso formal. Simplemente asumieron que yo sería suya.
La diferencia era abrumadora.
Mi decisión se sintió más correcta que nunca.
Decidida a corresponder a su respeto, viajé a Madrid. Fui al sastre más famoso de la calle Serrano para encargar el traje de corto de Mateo para nuestra pedida de mano oficial.
Un traje a medida, con los mejores materiales. Elegí unos botones de plata maciza y pedí que grabaran sus iniciales: MC.
Mientras discutía los detalles con el sastre, la puerta de la tienda se abrió.
Eran Javier y Carla.
Javier me vio y una sonrisa burlona se dibujó en su rostro. Se acercó, mirando los bocetos sobre el mostrador.
"Vaya, vaya, Isabella. ¿Ya estás preparando mi ajuar? No te esfuerces tanto, no me voy a casar contigo."
Señaló los botones de plata que yo había elegido.
"¿Iniciales grabadas? Qué cateto. Típico de ti, siempre intentando aparentar una clase que no tienes."
Ignoré su veneno.
Pero entonces, los ojos de Carla se posaron en un mantón de Manila antiguo que colgaba en un maniquí. Era una pieza única, de seda bordada a mano, que yo había reservado esa misma mañana.
"Oh, Javier, mira qué preciosidad", dijo Carla, con su voz melosa. "Me encantaría tenerlo."
El sastre intervino cortésmente. "Lo siento, señorita. Ese mantón ya está reservado por la señorita Villanueva."
Javier ni siquiera miró al sastre. Me miró a mí.
"Dáselo."
No era una pregunta. Era una orden.
"Está reservado", repetí, mi voz firme.
"Isabella, no me hagas montar una escena aquí", dijo Javier, bajando la voz a un susurro amenazante. "Sabes que puedo arruinar la reputación de este lugar con una sola llamada. Dáselo a Carla. Considéralo un regalo de disculpa por lo de anoche."
Miré a Carla. Ella me sonreía, una sonrisa de víbora.
Sabía que si me negaba, Javier cumpliría su amenaza. No por el mantón, sino por el placer de humillarme.
Respiré hondo.
"Está bien", le dije al sastre. "Puede quedárselo ella."
Javier sonrió, satisfecho. Pagó el mantón sin mirar el precio y se lo entregó a Carla como un trofeo.
Mientras salían de la tienda, Carla se giró y me susurró, asegurándose de que solo yo la oyera.
"Gracias, Isabella. Lo usaré en una ocasión muy, muy especial."