"Diez por ciento...", repitió lentamente. "Por esa cantidad, te consigo al Papa. Pero esto tiene un precio, Mateo. Quiero el proyecto del Banco Patagonia. Retírate de la licitación."
El proyecto del Banco Patagonia. Era el contrato de mi vida. El que consolidaría mi legado.
"Hecho", dije sin dudar.
Colgué antes de que pudiera decir nada más.
Retirarme del proyecto del Banco Patagonia era un golpe duro, pero vender El Faro era la única forma de cortar el cáncer de raíz. Necesitaba dinero, liquidez, para desaparecer. Para ejecutar la cláusula, necesitaba pruebas. Pero para mi propia paz mental, necesitaba irme. El edificio era nuestra alma conjunta. Si el alma estaba podrida, había que demoler la estructura.
Sofía entró en el estudio. Llevaba una bandeja con dos copas de vino. Su rostro mostraba una preocupación ensayada.
"Mateo, tenemos que hablar. Lo de la galería fue un error de juicio. Estaba emocionada por el artista, por la obra... no pensé en cómo te sentirías."
No respondí. Mi mirada estaba fija en la pantalla de mi ordenador.
Ella dejó la bandeja sobre la mesa. Vio la carpeta de "El Faro". Su expresión se tensó.
"¿Qué estás haciendo?"
"Trabajando."
Se acercó y me entregó una pequeña caja de terciopelo azul.
"Feliz aniversario", dijo en voz baja.
La abrí. Dentro había un reloj Patek Philippe. El modelo Calatrava. El que había admirado en una revista hacía meses. Un reloj que costaba más que un coche.
"Sofía...", empecé a decir.
"Te amo, Mateo", me interrumpió, sus ojos llenos de lágrimas. "Más que a nada. Eres mi centro, mi hogar. Lo de Leo... es una distracción estúpida. Un capricho de curadora. No significa nada. Eres tú. Siempre serás tú."
Sus palabras eran hermosas. Las mismas palabras que me había dicho cientos de veces. Pero ahora sonaban huecas, como un eco en una casa vacía. En mi mente, solo veía la estatua desnuda y su mirada de orgullo.
Asentí lentamente. "Gracias por el reloj. Es precioso."
Me levanté y fui a mi caja fuerte. Saqué una pequeña caja envuelta en papel de regalo. Se la entregué.
"Yo también tengo algo para ti."
Ella la abrió con entusiasmo. Dentro había una memoria USB de plata.
"¿Un pendrive?", preguntó, confundida.
"Es un proyecto. Algo en lo que he estado trabajando. Una sorpresa. Pero no lo abras hasta que yo te diga. Prométemelo."
"Lo prometo", dijo, sonriendo, aliviada por mi aparente calma. Me abrazó. "Te haré la cena más increíble. Olvidemos este día horrible."
Mientras ella iba a la cocina, mi teléfono vibró. Un mensaje de un número desconocido.
"Ella te miente. No es solo arte. Abre los ojos."
No había firma. No la necesitaba.
Más tarde, mientras cenábamos, el teléfono de Sofía sonó. Estaba sobre la mesa. El nombre en la pantalla era "Leo". Ella lo cogió rápidamente, pero no antes de que yo viera cómo su pulgar se movía con una familiaridad automática para desbloquearlo. Tenía su huella registrada.
"Ahora no", susurró al teléfono y colgó.
"¿Quién era?", pregunté, mi voz tranquila.
"Nadie. Un número equivocado."
El teléfono volvió a sonar. Y otra vez. Y otra vez. La vibración era un insecto molesto sobre la mesa de madera.
"Contesta, Sofía", le dije. "Parece importante."
"No lo es."
"Si no contestas, lo haré yo."
Me miró, sus ojos llenos de pánico. Finalmente, contestó, poniendo el altavoz como un gesto de transparencia forzada.
"¡Sofía! ¡No puedes abandonarme!", la voz de Leo era un grito desesperado. "Estoy en el puente. Si no vienes, voy a saltar. Será mi última performance. Un tributo a ti."
"Leo, basta. Estás loco. Estoy con mi marido", dijo ella, su voz temblorosa.
"¡Tu marido no te entiende! ¡Yo te adoro! ¡Yo te hice inmortal! ¡Ven ahora o me mato!"
"Sofía", le dije, mi voz era hielo. "Ve. Tu artista te necesita."
"No. Me quedo aquí. Contigo."
Pero mientras lo decía, ya se estaba levantando, cogiendo su bolso, sus llaves.
"No tardo", dijo, corriendo hacia la puerta. "Es solo para calmarlo. Vuelvo enseguida."
Salió tan rápido que la puerta se cerró de un golpe.
Me quedé solo en la mesa, con la cena a medio comer. El vino. El reloj caro en mi muñeca.
Esperé cinco minutos. Luego tomé las llaves de mi coche y la seguí.
La encontré aparcada cerca del Puente de la Mujer. Él no estaba allí. Estaba esperándola junto a su coche. Discutían. Él lloraba. Ella lo abrazaba.
Conduje despacio, pasando a su lado. Ella no me vio. Estaba demasiado ocupada consolando a su "artista".
Volví a casa. Esperé.
Dos horas después, ella regresó.
"Ya está todo bien", dijo, forzando una sonrisa. "Era solo un drama. Ya se calmó."
"Bien", dije.
Me levanté para ir a la cama. Ella me siguió.
"Mañana tengo esa reunión crucial para el proyecto del Banco Patagonia", le dije. "Es a las nueve en punto. ¿Puedes llevarme? Mi coche tiene poco combustible."
"Claro, mi amor. Por supuesto."
A la mañana siguiente, íbamos en su coche por la Avenida 9 de Julio. El tráfico era un infierno. Yo repasaba mis notas. Mi futuro dependía de esa reunión.
Su teléfono sonó. Era Leo.
"Sofía, ¡la policía! ¡Me van a arrestar! ¡Dije que iba a vandalizar el Obelisco y alguien llamó! ¡Tienes que sacarme de aquí! ¡Arruinará tu reputación! ¡La galería!"
El pánico se apoderó de su rostro.
"Mateo, lo siento, yo..."
"Ni se te ocurra, Sofía. La reunión es en quince minutos."
Frenó en seco en medio del carril. Los coches detrás de nosotros tocaban la bocina furiosamente.
"¡Bájate!", me gritó, con los ojos desorbitados. "¡Lo siento! ¡No puedo dejar que esto explote!"
La miré. En sus ojos no había duda. Su elección estaba hecha.
Abrí la puerta y me bajé en medio del caos del tráfico. Ella aceleró, haciendo un giro ilegal, y desapareció.
Me quedé allí, de pie, con mi portafolio en la mano, mientras los coches me esquivaban. Perdí el contrato de mi vida. Pero gané la certeza que necesitaba.
Días después, la preocupación me carcomía. No por ella, sino por la locura de la situación. Usé un contacto para rastrear su teléfono. La señal me llevó a una clínica de salud mental privada en Belgrano.
La esperé fuera. Cuando salió, parecía agotada. Se acercó a mí, con lágrimas en los ojos.
"Mateo, perdóname. Está ingresado. Necesitaba asegurarme de que estuviera bien."
Iba a decir algo, pero entonces lo vi. Justo debajo de su mandíbula, parcialmente oculto por el cuello de su blusa, había un chupetón. Una marca morada, inconfundible. Fresca.
Ella siguió mi mirada. Se llevó la mano al cuello, horrorizada.
"No es lo que parece", balbuceó. "Fue... fue un momento de debilidad. Para calmarlo. Estaba fuera de sí."
Sentí como si el suelo desapareciera bajo mis pies. El dolor era físico, una presión en el pecho que me impedía respirar.
La confirmación final llegó una semana después. Un impulso me llevó a seguirla de nuevo. La vi entrar en una vieja casona en San Telmo. Una milonga clandestina.
Pagué la entrada y me senté en un rincón oscuro.
Y allí, en el centro de la pista, la vi. Bailando un tango con Leo.
No era un baile cualquiera. Era íntimo, cargado de una pasión desgarradora. Sus cuerpos se movían como uno solo. La forma en que él la sostenía, la forma en que ella se abandonaba en sus brazos...
Mi padre había sido un famoso bailarín de tango. Mi madre lo abandonó por un bailarín más joven, destruyendo su carrera y su espíritu. El tango era sagrado para mí. Era la historia de mi familia.
Y ella estaba bailando la tragedia de mi padre con él.
Fue el sacrilegio definitivo.
Salí de allí sin que me vieran. El dolor se había transformado en un frío glacial. Ya no había dudas. Solo quedaba la ejecución.