La miré. Sus ojos estaban rojos e hinchados. La marca en su cuello había empezado a desvanecerse, pero yo la seguía viendo, grabada a fuego en mi memoria.
"Volveré pronto", dije, mi voz monótona. Quería creer mi mentira. Quería pensar que podía arreglarse. Pero mi corazón sabía la verdad.
Ella me creyó. O eligió creerme. El alivio inundó su rostro. "Está bien. Tómate tu tiempo. Te esperaré."
Los días siguientes fueron un espectáculo surrealista. Sofía se esforzó por ser la esposa perfecta desde la distancia. Me enviaba fotos de sus comidas solitarias en nuestra mesa, mensajes de "te extraño", planes para cuando yo "volviera".
Organizó una cena con nuestros amigos más cercanos, una cena a la que yo no asistiría, para "demostrar que todo estaba bien". Escuché los mensajes de voz que me dejaron después, hablando de lo preocupada que estaba Sofía, de lo mucho que me quería.
La disparidad entre la percepción pública y la realidad era una broma macabra. Yo no estaba en un viaje de trabajo. Estaba en un hotel anónimo en el centro de la ciudad, coordinando mi huida con Valentina.
Una noche, mientras hablaba por teléfono con ella, entró una llamada en la otra línea. Era Sofía. La ignoré. Pero llamó una y otra vez. Finalmente, le dije a Valentina que esperara y contesté.
No hablé. Solo escuché.
Ella no se dio cuenta de que había contestado. Estaba hablando con alguien más. Con Leo.
"¡No puedes pedirme eso, Leo! ¡Es su lugar! ¡El estudio de Mateo es sagrado!", decía ella, su voz era una mezcla de ira y agotamiento.
"¿Más sagrado que yo?", respondió la voz llorosa de Leo. "¡Estoy solo! ¡Te necesito! ¡Si me quisieras, me dejarías quedarme contigo! ¡Solo hasta que me recupere! ¡O me iré de la clínica y haré algo de lo que todos nos arrepentiremos!"
Silencio. Pude oír la respiración temblorosa de Sofía.
"Está bien", cedió finalmente. "Pero solo por unas noches. Y no puedes tocar nada. Nada."
"Lo que tú digas, mi musa."
Colgué. La hipocresía me quemaba por dentro. El estudio que ella llamaba "sagrado" estaba a punto de ser profanado.
Esa noche, Sofía me envió un mensaje. "Pensando en ti, mi amor. La casa se siente tan vacía sin ti. Te dejé una nota en tu almohada. Léela cuando vuelvas."
Mientras ella escribía esa nota, yo estaba en mi estudio. Nuestro estudio. Esperando.
A las dos de la mañana, llegaron. La vi a través de las cámaras de seguridad que había instalado esa misma tarde. Entró con él, pidiéndole que guardara silencio. Lo llevó al cuarto de invitados.
Esperé a que ella se durmiera.
Luego, entré en el cuarto de invitados. Él dormía profundamente, probablemente medicado.
Sobre la mesita de noche, junto a su teléfono, había una billetera. La abrí. Dentro, una foto. Una foto de él y Sofía, besándose. La misma escena que vi en el bar, pero desde otro ángulo. Alguien les había hecho una foto.
Y junto a la foto, un pequeño pendrive. Idéntico al que yo le había regalado a Sofía.
Lo tomé.
Fui a mi estudio. Conecté el pendrive a mi ordenador.
No era un proyecto. No era una sorpresa.
Era un vídeo.
La cámara estaba fija, probablemente en un trípode, en la esquina de un estudio de arte sucio y desordenado. El estudio de Leo.
En el centro de la imagen, estaban él y Sofía.
No había dudas. No había ambigüedad. Era una grabación explícita, cruda.
Sentí una oleada de bilis subir por mi garganta. Corrí al baño y vomité. Vomité hasta que no me quedó nada dentro.
Me lavé la cara. Me miré en el espejo. El hombre que me devolvía la mirada tenía los ojos vacíos.
Volví al estudio. Copié el archivo. Lo guardé en la nube. Lo envié al correo electrónico de mi abogado.
Mi teléfono vibró. Un mensaje de Valentina.
"Comprador encontrado. Un fondo de inversión de Dubái. Pagan en efectivo. El contrato está listo. Solo necesito tu firma."
"Voy para allá", respondí.
Salí de la casa en silencio, sin mirar atrás. La casa que había construido. La vida que había diseñado. Todo era escombros.