Se movía por la cocina con una gracia estudiada, tratando de recrear las noches que solíamos tener. Me sirvió vino. Brindó por mi recuperación, por "nosotros".
Yo bebí. Comí. Jugué mi papel.
Después de la cena, me llevó de la mano al salón. Puso un disco de vinilo.
"¿Bailamos?", preguntó, su voz era una súplica.
Era un disco de tango. Aníbal Troilo. La orquesta favorita de mi padre.
La miré fijamente. "¿Tango? ¿De verdad, Sofía?"
Ella no entendió. O fingió no entender. "¿Qué pasa? Nos encanta el tango."
"A ti te encanta el tango", la corregí. "Yo lo detesto. Y sabes perfectamente por qué."
Su sonrisa vaciló. "Mateo, eso fue hace mucho tiempo. Tu padre..."
"No menciones a mi padre", la corté, mi voz subiendo de tono por primera vez.
El ambiente se rompió. La música seguía sonando, una burla cruel en la habitación silenciosa.
Justo en ese momento, su teléfono, que había dejado sobre la mesa, vibró. Una, dos, tres veces.
Su expresión cambió de la confusión al pánico.
"Tengo que... es de la galería. Una emergencia con una instalación", mintió, cogiendo el teléfono y su bolso.
"Por supuesto", dije, mi voz de nuevo fría y controlada. "Una emergencia."
"Vuelvo enseguida. Te lo prometo."
Salió corriendo, como siempre.
Esperé a que su coche se alejara. Luego tomé mis llaves y la seguí. No me costó adivinar a dónde iba.
Conduje hasta la dirección que me habían dado las enfermeras. La clínica de salud mental. Pero ella no entró. Aparcó a una manzana de distancia y caminó hacia un pequeño bar de aspecto sórdido al otro lado de la calle.
Aparqué mi coche en la oscuridad y la observé.
Leo estaba dentro, esperándola en una mesa. Parecía agitado. Discutían. Él le agarró el brazo. Ella intentó soltarse.
Entonces él se subió la manga de la camisa. En su antebrazo, vi el tatuaje del que hablaban las enfermeras. Un par de ojos increíblemente detallados. Los ojos de Sofía. Una marca permanente de su obsesión.
Ella miró el tatuaje. Su ira pareció desvanecerse. Lo tocó con la punta de los dedos.
Mi estómago se revolvió.
Ella parecía atrapada en un torbellino. "Te dije que no puedo, Leo. Amo a mi marido", la escuché decir a través de la ventana abierta del bar. Su voz era débil, sin convicción.
"Él no te ve. Yo sí", respondió él, su voz era un susurro manipulador. "Yo te inmortalicé. Llevo tu mirada en mi piel. ¿Qué ha hecho él por ti que se compare a eso?"
Se inclinó sobre la mesa. "Solo un beso. Para darme fuerzas."
Ella negó con la cabeza, pero no se apartó.
Él la besó. Un beso desesperado, posesivo.
Y después de un segundo de vacilación, ella le devolvió el beso. Se aferró a él, sus manos en su nuca, como si fuera un salvavidas en un mar embravecido.
Lo vi todo. Desde la oscuridad de mi coche, fui testigo del momento exacto en que mi matrimonio se convirtió en cenizas.
No sentí rabia. No sentí dolor. Solo un vacío inmenso y helado.
Arranqué el coche y me fui.
Llegué a casa. Fui directamente a mi ordenador. Abrí la carpeta de fotos. Miles de fotos. Viajes. Cenas. Sonrisas. Cinco años de una vida que ahora era una mentira.
Seleccioné todo. Y pulsé "Eliminar".
El disco duro hizo un pequeño ruido. Y todo desapareció.