"Su esposa ha estado aquí todo el tiempo. No se ha movido de su lado", dijo la enfermera con una sonrisa comprensiva.
Miré hacia la silla en la esquina. Allí estaba Sofía, dormida, con la cabeza apoyada en la pared. Parecía exhausta. Su ropa estaba arrugada. Tenía ojeras oscuras bajo los ojos. Por un instante, una parte estúpida de mí sintió lástima.
Se despertó de repente, como si sintiera mi mirada. Corrió hacia la cama.
"¡Mateo! ¡Oh, Dios mío, estás despierto!", sus ojos se llenaron de lágrimas. "Lo siento tanto, tanto. Fui una idiota. Debí haberme quedado. Nada es más importante que tú."
Su actuación era impecable.
"¿Cómo está él?", pregunté, mi voz sin emoción.
Ella parpadeó, confundida. "¿Quién?"
"Leo."
Su rostro se tensó. "No importa. Está bien. Lo importante eres tú. Te prometo que esto se acaba. Voy a cortar toda relación con él. Para siempre."
Asentí lentamente. Mi mirada se desvió hacia su cuello. La marca seguía allí, un recordatorio violeta y feo de su mentira.
Ella, instintivamente, se subió el cuello de la blusa para taparla.
El dolor en mis costillas se intensificó, pero no era nada comparado con el dolor que sentía en el pecho. Era como si la traición tuviera un peso físico, aplastándome.
Retiré mi mano cuando ella intentó cogerla.
"Estoy cansado", dije, y cerré los ojos.
Los días siguientes fueron una tortura. Sofía no se apartó de mi lado. Me traía comida, me leía, hablaba con los médicos. Interpretó el papel de esposa devota a la perfección. Cualquiera que nos viera pensaría que éramos el matrimonio ideal enfrentando una crisis.
Pero yo veía la verdad. Veía la marca en su cuello cada vez que se descuidaba. Veía el pánico en sus ojos cada vez que su teléfono vibraba.
Una tarde, el caos irrumpió en la paz del hospital.
Oímos gritos en el pasillo.
"¡SOFÍA! ¡SÉ QUE ESTÁS AHÍ! ¡NO PUEDES DEJARME SOLO!"
Era Leo.
Sofía se puso pálida.
"No te muevas", me dijo, y salió corriendo de la habitación.
Me levanté con dificultad, ignorando el dolor punzante en mis costillas, y me asomé por la puerta.
Leo estaba en medio del pasillo, con una bata de paciente. Tenía un trozo de vidrio en la mano y se estaba haciendo cortes superficiales en el brazo. La sangre goteaba sobre el suelo de baldosas blancas.
"¡Si no vienes conmigo, me desangraré aquí mismo!", gritaba, con los ojos llenos de una locura teatral.
Las enfermeras intentaban acercarse, pero él las amenazaba con el vidrio.
Sofía corrió hacia él, sin importarle el escándalo.
"Leo, por favor, detente. Vas a lastimarte. Dame eso", le suplicaba, tratando de arrebatarle el vidrio.
"¡Solo si prometes que no me dejarás!"
"Lo prometo, lo prometo, pero por favor, para."
Lo abrazó. Lo guio de vuelta a su habitación, hablándole en susurros tranquilizadores, ignorando las miradas de todos.
Me dejó solo en el umbral de mi puerta, observando cómo elegía, una vez más, calmar al monstruo en lugar de cuidar al hombre que había jurado amar.
Volví a mi cama. Me senté en el borde. El hospital entero ahora sabía del amante de Sofía Elizalde.
Más tarde, dos enfermeras pasaron por mi puerta, hablando en voz baja.
"Pobre señor Rojas. Su esposa lo abandona en medio de la avenida, y ahora esto. ¿Viste la marca que tenía en el cuello? La misma que el loco del pasillo tenía en el brazo. Un tatuaje. Unos ojos."
Un tatuaje.
La revelación no me sorprendió. Solo confirmó la profundidad del engaño.
Me reí. Una risa seca y amarga que me hizo doler las costillas. Había sido un idiota. Un completo y absoluto idiota.
Cuando Sofía volvió a la habitación, una hora después, yo ya estaba vestido.
"¿Qué haces?", preguntó, alarmada. "El médico dijo que necesitas al menos dos días más de reposo."
"Me voy a casa."
Intentó besarme. Me aparté.
"Mateo, por favor..."
"Mi coche está en el garaje de la galería. Necesito que me lleves."
Su rostro se descompuso. "Pero..."
"Ahora, Sofía."
En el vestíbulo del hospital, ella intentó tomar mi brazo. La gente nos miraba, susurraba.
"Mateo, por favor, no me hagas esto en público", suplicó, su voz rota por la vergüenza.
La miré. Por primera vez en días, la miré directamente a los ojos.
"El drama público parece ser tu especialidad últimamente", dije con frialdad. "A mí no me interesa."
Caminé hacia la salida, dejándola atrás. Subí a su coche y esperé, sin mirarla mientras se acercaba, llorando.