Precio Que Pago Para Libertad
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Capítulo 1

La lluvia golpeaba las ventanas de la hacienda como si quisiera romperlas. Afuera, la noche era una boca negra y rugiente, tragándose el camino de montaña que serpenteaba hacia la ciudad.

Sostenía el teléfono con fuerza, la voz de mi hermana sonaba lejana, casi ahogada por el sonido de la tormenta y el latido de mi propio corazón.

"Máximo, hermano, ¡lo logramos! ¡Pagamos la última cuota! ¡La mezcalería es nuestra otra vez! ¡Papá está llorando de alegría!"

Una sonrisa tiró de mis labios, una sonrisa genuina que no había sentido en años. Libertad. La palabra resonó en mi cabeza, dulce y poderosa.

Justo en ese momento, la puerta de mi habitación se abrió de golpe. Era Luciana Salazar, la heredera del imperio del tequila, mi jefa, mi "pareja". Su rostro, usualmente perfecto, estaba contraído por la impaciencia.

"Máximo, ¿qué haces ahí parado? Iván se lastimó en la estúpida corrida de toros. Necesita una pomada especial, una importada. Está en la farmacia de la ciudad. Ve ahora."

Su nuevo juguete, Iván, un jinete engreído, estaba detrás de ella, haciendo una mueca de dolor exagerada por un simple rasguño en el brazo.

Miré la ventana, la furia de la tormenta. "Luciana, es peligroso. El camino de la montaña..."

"¿Y? ¿Te pago para que me des excusas?" Su voz era fría, cortante. "Muévete. No quiero que mi pobre Iván sufra toda la noche."

Cerré los ojos un segundo. Respiré hondo. Ya no importaba. Era la última vez. Asentí, guardé el teléfono y tomé las llaves de la camioneta. La libertad estaba tan cerca que podía saborearla, más rica que cualquier platillo que hubiera cocinado.

El viaje fue un infierno. La camioneta se deslizaba en el lodo, los árboles se doblaban amenazadoramente y cada relámpago revelaba un abismo al borde del camino. Pero lo logré. Regresé a la hacienda empapado, temblando, pero con la estúpida pomada en la mano.

El sonido de risas me guio hacia la piscina cubierta.

Allí estaban. Luciana e Iván, en el agua, sus cuerpos entrelazados. La ropa de ella flotaba cerca. Se estaban besando, ajenos a todo.

Iván me vio primero. Sonrió, una sonrisa cruel. "¿Ya regresaste, perrito faldero? Tardaste mucho."

Luciana se giró, ni siquiera se molestó en cubrirse. Me miró con desdén, como si yo fuera un mueble más.

"Ah, Máximo. Deja eso en la mesa. Y ya que estás aquí, prepáranos algo de cenar. Estamos hambrientos."

Hizo una pausa, mirando a Iván con una sonrisa cómplice.

"Y Máximo, querido... si Iván quiere, puedes dejarle tu habitación esta noche. Duerme en el cuarto de servicio. Sé un buen anfitrión."

No dije nada. Solo asentí. Fui a la cocina, mis manos temblaban, pero no de frío ni de miedo. Era la vibración de una jaula a punto de romperse. Mientras cortaba las verduras, la sonrisa en mi rostro regresó.

Pronto. Muy pronto, todo esto terminaría.

            
            

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