Esta noche, la empresa celebraba su décimo aniversario, una fiesta por todo lo alto en el salón más exclusivo de la ciudad, fue idea de Ricardo, su esposo, él decía que era necesario proyectar una imagen de éxito, aunque la realidad fuera otra.
Sofía sabía que la empresa, su empresa familiar, se mantenía a flote gracias a sus diseños y a su trabajo incansable, pero Ricardo era el de los negocios, el de la cara pública, y ella confiaba en él.
Se puso el broche en la solapa de su vestido, un diseño propio, por supuesto, de seda negra que caía hasta el suelo, sentía el peso del colibrí sobre su corazón, un recordatorio de su fuerza, del legado de su familia.
Ricardo se acercó a ella, ajustándose la corbata con una sonrisa que no le llegaba a los ojos.
"Te ves espectacular, mi amor, como siempre, la reina de la noche."
Sofía le sonrió, pero una pequeña inquietud se instaló en su pecho, últimamente, las sonrisas de Ricardo se sentían vacías, sus palabras, ensayadas.
"Gracias, cariño, tú también estás muy guapo."
La fiesta estaba en su apogeo, música, risas, copas de champán que iban y venían, Sofía saludaba a los invitados, a los clientes, a los proveedores, siempre con una sonrisa profesional, aunque por dentro solo quería estar en su taller, dibujando.
Fue entonces cuando la vio, Valeria, la asistente de Ricardo, se abría paso entre la gente con una copa en la mano, sus movimientos eran torpes, exagerados, una sonrisa demasiado brillante en su rostro.
Sofía nunca había confiado en ella, Valeria la miraba con una envidia mal disimulada, siempre intentando minimizar sus logros, haciendo comentarios pasivo-agresivos sobre sus diseños.
"Sofía, querida, ¡qué éxito!", exclamó Valeria, acercándose demasiado.
Su aliento olía a alcohol.
"Gracias, Valeria, es el trabajo de todos", respondió Sofía, manteniendo la distancia.
Valeria soltó una risita y, en un movimiento brusco, tropezó, el contenido de su copa se derramó sobre el vestido de Sofía, pero eso no fue lo peor.
Al intentar sujetarse, su mano se aferró a la solapa de Sofía, justo donde estaba el broche.
Se escuchó un crujido seco y horrible.
Sofía bajó la mirada, el aire se le escapó de los pulmones.
El colibrí de plata yacía en el suelo, partido en dos, una de sus alas, rota, separada del cuerpo.
El silencio se hizo a su alrededor, la música pareció detenerse, todos los ojos estaban sobre ella.
Valeria se cubrió la boca con la mano, sus ojos se abrieron con una falsa sorpresa.
"¡Ay, Dios mío! ¡Lo siento tanto, Sofía! ¡Fue un accidente, te lo juro!"
Pero Sofía vio el brillo fugaz de triunfo en su mirada antes de que lo ocultara.
Se arrodilló, sin importarle el vestido manchado, y recogió los pedazos rotos de su herencia, el metal se sentía extrañamente afilado, cortante.
Ricardo se acercó rápidamente, su rostro era una máscara de preocupación.
"¿Estás bien, mi amor?"
Luego miró a Valeria, su tono cambió, se volvió suave, protector.
"Valeria, no te preocupes, fue un accidente, cualquiera puede tropezar."
Valeria comenzó a llorar, sollozos teatrales que atrajeron aún más la atención.
"Ricardo, lo rompí, rompí su broche, ¡qué tonta soy!"
Sofía se levantó, sosteniendo los restos del colibrí en la palma de su mano, su voz salió temblorosa, llena de una rabia helada.
"No fue un accidente."
Miró directamente a Valeria, quien dejó de llorar por un segundo, sorprendida por la acusación directa.
Ricardo intervino de inmediato, poniéndose entre las dos.
"Sofía, por favor, no hagas una escena, Valeria está muy apenada."
"¿Una escena?", repitió Sofía, incrédula. "Acaba de destruir lo más valioso que tengo."
Valeria, recuperando su papel de víctima, se aferró al brazo de Ricardo.
"Era solo un pedazo de metal viejo, Sofía, te compraré uno nuevo, uno más moderno, más caro."
La sangre de Sofía hirvió, el insulto fue peor que el acto en sí.
"No tienes idea de lo que dices, no tienes idea de lo que significa."
Ricardo la tomó del brazo, su agarre era firme, doloroso.
"Ya basta, Sofía, estás avergonzándonos a todos."
Y entonces, Valeria soltó el golpe final, su voz llena de un veneno dulce.
"Ay, Ricardo, déjala, seguro era de esas cosas que venden en los mercados de pueblo, de donde viene su familia, ya sabes, de esos ranchos."
La humillación pública fue total, no solo había destruido el recuerdo de su madre, sino que se había burlado de sus raíces, de su abuelo, del rancho que era su refugio.
Sofía miró a Ricardo, esperando, suplicando con la mirada que la defendiera, que pusiera a esa mujer en su lugar, pero Ricardo no hizo nada, solo la miraba con impaciencia, como si ella fuera el problema.
En ese instante, algo dentro de Sofía se rompió, igual que el broche de plata, la confianza, el amor ciego que sentía por su esposo, todo se hizo añicos.
Sintió las lágrimas quemarle los ojos, pero se negó a llorar, no allí, no frente a ellos.
Apretó los pedazos del colibrí en su puño, sintiendo el metal clavarse en su piel, el dolor físico era un ancla en medio de la tormenta emocional.
Y en ese dolor, nació una semilla, pequeña pero intensa, una semilla de furia, de determinación.
Se dio la vuelta y se alejó, dejando atrás la fiesta, a su esposo y a la mujer que le había arrebatado todo.
Mientras caminaba, una sola idea se formaba en su mente, clara y afilada como un cristal roto.
Recuperaría lo que era suyo, y se vengaría.
Se dio cuenta de todos los sacrificios que había hecho, de cómo había cedido el control de la empresa, el 51% de sus acciones, porque Ricardo le había dicho que estaban al borde de la quiebra y que era solo temporal, una formalidad para conseguir un préstamo.
Qué ingenua había sido, qué ciega.
Había entregado su legado, su futuro, por un amor que resultó ser una mentira.
Ahora estaba sola, humillada y sin nada.
Pero mientras sentía el dolor en su mano, también sintió otra cosa, la fuerza de su madre, el orgullo de su abuelo, el legado del colibrí guerrero.
No, no estaba sin nada, se tenía a sí misma.
Y eso sería suficiente.