Ella cocinaba para ellos, limpiaba sus desórdenes y sonreía cuando le ordenaban sonreír. Todo por Miguel, su único ancla en un mundo que se había desmoronado el día que su padre, un detective condecorado, murió en un tiroteo. Los dejó huérfanos y vulnerables, y la serpiente no tardó en encontrar su nido. La familia a la que su padre investigaba, los Salazar, se los llevó. No por venganza, sino por utilidad. Querían que Elena, la hija del hombre que casi los destruye, trabajara para ellos, una retorcida forma de dominio.
Esa tarde, Ricardo Salazar, el hijo del capo, organizó una fiesta improvisada. La música a todo volumen retumbaba en las paredes, un ruido que contrastaba violentamente con el silencio enfermo de la habitación de Miguel. Elena se movía entre los invitados, sirviendo bebidas con una bandeja de plata, el rostro inexpresivo.
"Más rápido, muchacha", le espetó Ricardo, chasqueando los dedos.
Ella asintió, sin mirarlo. Su única preocupación era conseguir los antibióticos que le había suplicado al médico de la familia, un hombre con más lealtad al dinero que a su juramento.
Mientras recogía unos vasos vacíos, algo en su bolsillo la reconfortó. Era la condecoración al valor de su padre. Una medalla de plata pesada, con un águila grabada. Era lo único que había logrado salvar de su antigua casa, junto con su diario. La tocaba en secreto, sintiendo el metal frío, como si pudiera extraer de él un poco de la valentía de su padre.
Uno de los hombres de Ricardo, un tipo corpulento con una cicatriz en la ceja, la vio parada un segundo de más. Se acercó, tambaleándose por el alcohol.
"¿Qué tienes ahí, bonita? ¿Un juguetito?"
Antes de que Elena pudiera reaccionar, el hombre metió la mano en su bolsillo y sacó la medalla. La sostuvo en alto, entre sus dedos sucios.
"Miren esto. Un pedazo de lata".
Las risas llenaron la sala. Elena sintió que la sangre se le helaba.
"Devuélvemela", dijo en voz baja, pero firme.
El hombre se rio. "O qué, ¿vas a llamar a tu papi el policía? Ah, no, espera. Está muerto".
La crueldad de sus palabras la golpeó, pero fue lo que hizo después lo que rompió algo dentro de ella. Con una sonrisa torcida, arrojó la medalla al suelo de mármol. El golpe resonó, un sonido metálico y triste. La medalla no se rompió, pero una de las alas del águila se abolló visiblemente. La perfección de su herencia, manchada.
Elena se quedó mirando la medalla dañada, el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. La humillación era un sabor amargo en su boca. Ricardo vio la escena desde el otro lado de la sala. No hizo nada para detener a su hombre. Al contrario, una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Le gustaba verla sometida, recordarle quién tenía el poder.
Él se acercó, pisando cerca de la medalla sin mirarla.
"Deja de hacer dramas y trae más tequila. Y dile al doctor que revise al mocoso ese, está haciendo mucho ruido".
Su tono era despectivo, como si Miguel fuera una mascota molesta. Esa indiferencia hacia el sufrimiento de su hermano fue peor que el insulto a la medalla. Elena apretó los puños, las uñas clavándose en las palmas de sus manos. La rabia, una emoción que había mantenido bajo llave durante meses, comenzó a hervir.
Se agachó y recogió la medalla abollada. El metal se sentía diferente, herido. Como ella. Como Miguel. En ese instante, mirando el águila dañada, tomó una decisión. No podía seguir así. No iba a dejar que Miguel muriera en esa casa, ni que el legado de su padre fuera pisoteado por estos hombres. La cooperación había terminado. Era hora de luchar.
Más tarde esa noche, cuando la casa finalmente quedó en silencio, Elena se deslizó fuera de su pequeña habitación. No fue a la cocina ni a limpiar. Fue a la biblioteca de Ricardo, un lugar al que tenía prohibido entrar. Sabía que allí, en un cajón cerrado con llave, Ricardo guardaba mapas de sus rutas de trasiego. No sabía exactamente qué buscaba, pero sentía que debía hacer algo, dar un primer paso.
Forzó la cerradura con un clip que había encontrado, las manos temblorosas. Dentro, encontró lo que buscaba. Tomó una foto rápida con el viejo teléfono que le permitían usar para emergencias. No era mucho, pero era un comienzo. Era un secreto. Su primer acto de rebelión.
Cuando volvía a su cuarto, la puerta de la habitación de Ricardo se abrió. Él salió, con una copa de vino en la mano. La miró de arriba abajo, con sospecha.
"¿Qué haces despierta tan tarde?"
"No podía dormir. Iba por un vaso de agua", mintió Elena, el corazón en la garganta.
Ricardo la estudió por un momento, luego se encogió de hombros. "Mañana te necesito temprano. Hay un encargo importante en la sierra. Vas a venir conmigo. Tu cara de niña buena nos abrirá puertas".
La orden fue la confirmación final. La estaba arrastrando más y más a su mundo de crimen y violencia. No había vuelta atrás. Tenía que sacar a Miguel de allí, y tenía que hacerlo ya. Apretó la medalla abollada en su mano y el teléfono con la foto en la otra. Eran sus únicas armas.