La pregunta de Elena quedó suspendida en el aire, sin respuesta. En lugar de una, Sofía soltó un sollozo teatral y se echó hacia atrás, como si Elena la hubiera golpeado.
"¡Ricardo, me asustó!", gimoteó, aferrándose a su brazo. "Mira cómo me mira. ¡Parece que quiere matarme! Y yo solo quería animarla un poco".
Era una actuación digna de un premio. Sofía se transformó en la víctima en un abrir y cerrar de ojos, sus ojos llenándose de lágrimas de cocodrilo.
Los hombres de Ricardo que estaban en la sala se acercaron, rodeando a Elena. Sus miradas eran hostiles, acusadoras.
"¿Qué te pasa, eh?", gruñó uno de ellos. "La señorita Sofía solo estaba jugando. Deberías agradecer que se preocupen por ti".
"Ingrata", escupió otro. "Después de todo lo que el patrón hace por ti y por tu hermano enfermo".
La presión del grupo era inmensa, un muro de hostilidad que la dejaba completamente sola. Elena no se movió. Se quedó de pie, mirando los restos de la medalla en el suelo, sintiendo el peso de todas esas miradas sobre ella.
Ricardo, por supuesto, se tragó la actuación de Sofía sin dudarlo. La abrazó, consolándola con caricias en la espalda mientras lanzaba a Elena una mirada de puro desprecio.
"¿Ves lo que provocas? ¿Eh?", le gritó. "¡Por un pedazo de basura armas todo este escándalo y asustas a Sofía! Ella solo intentaba ser amable, a su manera".
Su ceguera era total, su injusticia, absoluta. Para él, la verdad era lo que él decidía que fuera. Y en su mundo, Sofía siempre era la inocente y Elena siempre era la culpable. Era el clavo final en el ataúd de cualquier esperanza que Elena pudiera haber tenido de apelar a su humanidad. No había ninguna.
Elena permaneció en silencio. Un silencio denso, pesado. No había palabras para expresar la magnitud de su dolor y su rabia. Cualquier cosa que dijera sería usada en su contra, retorcida y convertida en otra acusación. Así que calló. Dejó que su silencio fuera su respuesta, su escudo. Dejó que vieran su rostro, una máscara de calma sobre un volcán de emociones, y que se preguntaran qué había detrás.
Su silencio pareció enfurecer aún más a Ricardo. Le molestaba no poder quebrarla por completo.
"Voy a llevar a Sofía a descansar", dijo, el tono lleno de veneno. "Y tú", añadió, señalándola con el dedo, "limpia este desastre. Y ni se te ocurra volver a molestarme con lo de tu hermano. Ya te dije que está bien. Mañana tienes que estar lista a las seis. Tenemos un trabajo para ti en el centro. No quiero excusas".
La orden, tan casual y controladora, fue la gota que derramó el vaso. Se dio la vuelta y se fue, llevando a Sofía del brazo, quien le lanzó a Elena una mirada triunfante por encima del hombro.
Cuando se quedó sola en la inmensa sala, con los pedazos de la medalla a sus pies, una sonrisa amarga y torcida se dibujó en el rostro de Elena. Una risa seca, sin alegría, escapó de sus labios.
"Claro", susurró para sí misma. "La sirvienta. La culpable. La herramienta".
Ya no había dudas. Ya no había grises. En esa casa, ella no era una persona. Era un objeto. Y los objetos se usan y se tiran. Pero ellos no sabían algo. Este objeto estaba a punto de romperse. Y cuando lo hiciera, se llevaría consigo los cimientos de esa casa podrida.
Se arrodilló lentamente, con la espalda recta. Con un cuidado infinito, como si estuviera recogiendo los fragmentos de un corazón, juntó las dos mitades de la medalla de su padre. Las apretó en su puño. El metal roto se clavó en su piel, pero el dolor físico era un alivio bienvenido comparado con el dolor de su alma. La decisión ya no era una idea. Era un hecho. Se iba. Y no se iría sola. Se llevaría a Miguel. Y desataría el infierno sobre ellos.