La Hija Firme Del Detective
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Capítulo 3

El viaje de regreso de la sierra fue aún peor. El "encargo" había sido un éxito para los Salazar, lo que significaba que Ricardo estaba de un humor expansivo y arrogante. Se pasó todo el camino hablando de sus planes, de cómo pronto controlaría toda la región. Elena iba en silencio, aguantando la náusea que le provocaba su voz.

"Y tú, Elena", dijo de repente, mirándola por el espejo retrovisor. "Estás muy callada. ¿No estás impresionada? Deberías estar agradecida. Te damos un techo, comida. A cambio de tareas sencillas".

Sofía soltó una risita. "Ricardo, no seas tan duro. Tal vez está triste por su medalla. ¿Verdad, querida? ¿Todavía lloras por ese pedazo de metal?"

Elena apretó los dientes. No iba a responder. No iba a darles nada.

La medalla. Pensar en ella le traía un torrente de recuerdos. Recordó el día de la ceremonia. Ella tenía diez años. Su padre, de pie en un estrado, con su uniforme impecable. El sol brillaba sobre la medalla cuando se la colgaron en el pecho. Él la buscó con la mirada entre la multitud y le guiñó un ojo. Esa noche, en casa, se la quitó y se la puso a ella sobre el pijama.

"Esta medalla no es solo por atrapar a los malos, mi vida", le dijo, su voz seria pero cálida. "Es un recordatorio. De que incluso en la oscuridad, siempre hay que luchar por la luz. Es un símbolo de que nunca estamos solos en esa lucha".

Para ella, la medalla no era un objeto. Era esa promesa. Era el recuerdo de la mano de su padre en su cabeza, de su fe inquebrantable en la justicia. Y ellos la habían abollado, la habían llamado chatarra. Habían pisoteado esa promesa.

"¿Qué te pasa? ¿Te comió la lengua el ratón?", insistió Ricardo, su tono volviéndose irritado por su silencio.

Elena suspiró, un sonido de pura fatiga. "Estoy cansada", dijo, la voz plana. Era inútil discutir. Era como gritarle a una pared. Guardar sus fuerzas era más inteligente. Las necesitaría para lo que venía.

Llegaron a la casona al anochecer. Elena fue directamente a ver a Miguel. Estaba peor. La fiebre había subido y su respiración era un silbido doloroso. El pánico comenzó a trepar por su garganta.

Salió de la habitación, buscando al médico. Lo encontró en la sala, bebiendo un coñac con Ricardo.

"Mi hermano necesita ayuda. Necesita un hospital", dijo Elena, la voz cargada de urgencia.

Ricardo ni siquiera la miró. "El doctor ya lo vio. Dice que es solo una infección. Se le pasará".

Fue entonces cuando Sofía, que estaba sentada en el regazo de Ricardo, se levantó. Caminó hacia Elena con una sonrisa falsa.

"Pobrecita, tan preocupada", dijo, su voz goteando una dulzura venenosa. "Tal vez si le rezas a tu medallita, se cure".

Y entonces, su mano se movió como un rayo. Se la arrancó del bolsillo donde Elena la había vuelto a guardar. Esta vez, no hubo advertencia.

Sofía la sostuvo en alto, la luz de la lámpara reflejándose en el metal abollado.

"Sabes, Ricardo, creo que esto le traería más suerte si fuera de oro", dijo, y con una fuerza sorprendente, dobló la medalla entre sus manos. Hubo un crujido metálico, un sonido horrible de metal rindiéndose. Luego, la arrojó al suelo con desprecio.

El águila estaba ahora partida por la mitad. La condecoración de su padre, el último símbolo tangible de su honor, yacía rota a sus pies.

El aire abandonó los pulmones de Elena. Fue un golpe físico, un dolor agudo en el centro de su pecho. Todo a su alrededor se desvaneció, el sonido, la luz. Solo existían los pedazos rotos de metal en el suelo de mármol.

Levantó la vista, los ojos llenos de un dolor tan profundo que era casi silencioso. Miró a Sofía, luego a Ricardo, que observaba la escena con una diversión cruel.

En un susurro que apenas fue audible, una pregunta escapó de sus labios, dirigida a nadie y a todos.

"¿Por qué?".

La pregunta flotó en el aire, cargada de toda la injusticia, el dolor y la desesperación que había acumulado durante meses. No esperaba una respuesta. Sabía que no la había. Solo había crueldad por el simple placer de ser cruel.

            
            

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