Amo Al Hombre Sin Sangre
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Capítulo 2

Desperté en un lugar que olía a antiséptico y a desesperación.

Las paredes eran de un blanco amarillento y la única luz provenía de una pequeña ventana con barrotes. Estaba en una cama de hospital, o algo parecido. Me dolía todo el cuerpo, pero el dolor más grande estaba en mi vientre.

Y en mi corazón.

Recordé la conversación. La traición. El dolor agudo.

Mi bebé.

"Mi bebé," susurré, mi voz rota.

La puerta se abrió y entraron Ricardo y Elena. Él vestía un traje impecable, ella un vestido caro que seguramente había comprado con el dinero que me robaron.

"Despertaste," dijo Ricardo sin emoción alguna.

"¿Dónde está mi hijo?" pregunté, intentando levantarme, pero una punzada en el abdomen me lo impidió.

Elena soltó una risita cruel.

"¿Tu hijo? Ay, Sofía. Hubo complicaciones. El bebé... no sobrevivió."

El aire abandonó mis pulmones.

"No," gemí. "No, mienten."

"Es la verdad," dijo Ricardo, su rostro era una máscara de falsa compasión. "El doctor dijo que el shock fue demasiado para tu cuerpo. Lo perdiste. Lo siento tanto."

Pero sus ojos no sentían nada. Estaban vacíos.

Sabía que mentían. Podía sentirlo en cada fibra de mi ser. Mi hijo estaba vivo. En algún lugar.

"Son unos monstruos," siseé, las lágrimas de rabia y dolor quemando mis ojos.

"Cuida tu lenguaje, Sofía," advirtió Ricardo, acercándose a la cama. "La gente podría pensar que estás perdiendo la cabeza. El dolor puede hacerle eso a una mujer, ¿sabes?"

Elena se sentó en el borde de la cama, demasiado cerca.

"Deberíamos hacer algo con ella, Ricardo," dijo en voz baja, como si yo no estuviera allí. "Es un cabo suelto. Podría hablar."

Ricardo la miró, pensativo.

"Tal vez tengas razón. Un accidente... una sobredosis de sedantes. Sería una tragedia encima de otra. La pobre diseñadora que no pudo soportar la pérdida de su hijo."

El terror puro, helado, se apoderó de mí. Iban a matarme. Aquí mismo. Y nadie lo sabría nunca.

Fingí un sollozo, escondiendo mi rostro entre mis manos, pero en realidad estaba observándolos, buscando una salida, una esperanza.

"Lo arreglaré esta noche," dijo Ricardo finalmente. "Hablaré con el director del sanatorio. Es un viejo amigo, me debe un favor."

Se inclinaron para besarse, justo frente a mí, una demostración de su victoria.

Luego se fueron, dejándome sola con el eco de sus palabras venenosas.

Me quedé inmóvil por lo que parecieron horas, escuchando el latido desesperado de mi propio corazón. Tenía que salir de aquí. Tenía que encontrar a mi hijo.

Más tarde, una enfermera entró en la habitación. Era una mujer mayor, con ojos cansados pero amables. Se llamaba Clara, según la etiqueta en su uniforme.

Mientras me cambiaba el suero, fingí estar medio dormida, pero abrí los ojos y la miré directamente.

"Ayúdeme," susurré, mi voz temblorosa.

Ella se sobresaltó y miró hacia la puerta, asustada.

"No puedo," dijo en voz baja. "Ese hombre, el señor Ricardo... es muy poderoso. Pagó mucho dinero para que nadie hiciera preguntas."

"Van a matarme," insistí, agarrando su mano. "Y se robaron a mi bebé. Sé que está vivo. Por favor."

Vi la lucha en sus ojos. El miedo contra la compasión.

"Escuché que hablaban de un bebé," admitió finalmente, su voz apenas un murmullo. "Un niño sano. Lo sacaron anoche por la puerta de atrás. Dijeron que era para una adopción privada."

La confirmación me dio una fuerza que no sabía que tenía. Mi hijo estaba vivo.

"Tiene que ayudarme a escapar," rogué. "Haré lo que sea."

Clara me miró, y en su rostro vi la decisión.

"Hay un cambio de turno a las tres de la mañana," dijo rápidamente. "La vigilancia es menor. Hay un montacargas de servicio al final del pasillo. Te lleva al sótano, donde está la lavandería. Desde allí hay una salida al callejón."

Era un plan desesperado, casi suicida. Estaba débil, adolorida. Pero era mi única oportunidad.

"Gracias," sollocé, apretando su mano.

"Necesitarás dinero," dijo ella. Sacó unos billetes arrugados de su bolsillo y los puso bajo mi almohada. "No es mucho, pero te servirá para un autobús. Vete lejos de la ciudad. No mires atrás."

Antes de irse, se detuvo en la puerta.

"Para que puedas irte, tengo que hacer algo," dijo, y su voz se llenó de tristeza. "Tengo que sedarte. Si no lo hago, sospecharán cuando no te encuentren. Pensarán que escapaste mientras dormías."

Asentí, entendiendo el sacrificio. Tenía que parecer una víctima, no una fugitiva.

"Pero," continuó, y sus ojos se llenaron de lágrimas, "la dosis que te daré... te hará dormir profundamente. Pero también... podría detener el sangrado postparto de forma abrupta. Es peligroso. Podrías... podrías quedar estéril."

El peso de sus palabras me aplastó.

Para salvar mi vida y buscar a mi hijo, podría tener que sacrificar la posibilidad de tener más hijos en el futuro. Era una elección cruel, una mutilación invisible.

Miré por la ventana con barrotes, hacia un cielo que no podía alcanzar.

Mi bebé estaba ahí fuera, solo. Necesitaba a su madre.

"Hazlo," dije, con una determinación que me sorprendió a mí misma. "Haz lo que tengas que hacer."

Ella asintió, con el rostro lleno de pena. Preparó la inyección. Sentí el pinchazo en mi brazo, y luego una somnolencia pesada comenzó a invadirme.

Mientras me hundía en la oscuridad forzada, no sentí desesperación.

Sentí rabia.

Una rabia fría y pura que quemaba más que cualquier dolor físico.

Ricardo y Elena me habían quitado todo. Mi arte, mi amor, mi confianza, mi hijo.

Pero no me quitarían la vida.

Sobreviviría. Me recuperaría. Y luego, volvería.

Y destruiría su mundo como ellos habían destruido el mío.

Era una promesa.

La única que me quedaba.

            
            

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