Amo Al Hombre Sin Sangre
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Capítulo 3

El sedante me mantuvo en un limbo brumoso durante horas. Cuando finalmente empecé a recuperar la conciencia, el dolor en mi vientre era una brasa constante. Cada movimiento era una agonía. Pero el plan de Clara era mi única ancla a la realidad.

A las dos y media de la mañana, forcé mis ojos a abrirse. La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la luz de la luna que se filtraba por los barrotes.

Me senté en la cama, mordiéndome el labio para no gritar de dolor. Los billetes de Clara estaban bajo la almohada. Los tomé, el papel arrugado se sentía como un talismán.

Justo cuando estaba a punto de ponerme de pie, la puerta se abrió sigilosamente.

Era Ricardo.

Mi corazón se detuvo.

Entró en silencio, moviéndose como un depredador. Se paró junto a mi cama, mirándome. Contuve la respiración, fingiendo seguir dormida.

"Pobre Sofía," susurró, y sentí su mano acariciar mi cabello. El gesto, que antes me habría hecho suspirar de amor, ahora me provocaba náuseas. "Tan frágil. Tan rota."

Su caricia era una mentira, una actuación para sí mismo. Era la máscara del hombre bueno y dolido que le mostraría al mundo.

Me quedé inmóvil, rezando para que se fuera.

"Sé que estás despierta," dijo de repente, su voz perdiendo toda la falsa ternura. Se volvió dura como el acero.

Abrí los ojos lentamente.

"¿Qué quieres?" mi voz era un graznido.

"Quería ver cómo estabas," dijo, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Traje flores."

Señaló un jarrón con rosas blancas en la mesita de noche. El color del luto. Una burla cruel.

"¿Dónde está mi hijo, Ricardo?" pregunté, mi voz ganando fuerza. Ya no tenía nada que perder.

Él suspiró, un suspiro de actor cansado.

"Ya te lo dije, Sofía. No lo logró. Tienes que aceptarlo y empezar a sanar."

"Mientes," afirmé, mirándolo fijamente. "Sé que mientes."

Su sonrisa se desvaneció.

"Llamé a tus padres," dijo, cambiando de tema. "Les conté la terrible noticia. Estaban devastados, por supuesto. Dijeron que necesitaban su espacio. Que no vendrían a verte por ahora."

Otra mentira. Mis padres nunca me abandonarían en un momento así. Ricardo los estaba aislando, asegurándose de que yo estuviera completamente sola.

"¿Y Elena?" pregunté, probándolo, queriendo ver su reacción. "¿También hablaste con ella? ¿Está muy triste por la 'pérdida' de su sobrino?"

La pregunta lo tomó por sorpresa. Vi un tic en su mandíbula.

"Elena está destrozada," mintió, pero su voz era menos convincente. "Está conmigo, apoyándome. Es una buena mujer."

"¿Una buena mujer?" repetí, y una risa amarga, casi histérica, escapó de mis labios. "¿O una buena socia?"

El cambio en su rostro fue instantáneo. La máscara se cayó por completo, revelando al monstruo que había debajo. Su expresión se volvió fría, impaciente, peligrosa.

"Ya basta, Sofía," espetó. "Estás delirando por el dolor y los medicamentos. Si sigues así, no tendré más remedio que seguir la recomendación del doctor y mantenerte aquí por un largo, largo tiempo. Por tu propio bien, claro."

La amenaza era clara. La jaula estaba lista.

Se levantó, ajustándose el saco.

"Descansa. Mañana será un nuevo día," dijo, pero sonaba como una condena.

Se dio la vuelta y se fue, cerrando la puerta con un clic definitivo que resonó en el silencio de la habitación.

Me quedé mirando la puerta, temblando de rabia y de miedo.

Todo había sido una farsa. Cada beso, cada "te amo", cada promesa. Recordé nuestra primera cita, en su galería. Él me había dicho que mi arte tenía un alma herida y por eso era tan poderoso. "Veo tu dolor, y quiero sanarlo," me había susurrado.

Qué ironía. Él no quería sanar mi dolor. Quería crearlo. Quería poseerlo, embotellarlo y venderlo como si fuera suyo.

Y yo, la tonta, la ingenua Sofía, le había creído. Le había entregado el pincel y el lienzo de mi vida, y él lo había cubierto todo de oscuridad.

El dolor en mi vientre se intensificó, un recordatorio brutal de todo lo que me habían quitado.

Pero en medio de ese dolor, algo más nació.

No era un bebé, no. Era una resolución de hierro.

No me quedaría aquí. No me dejaría consumir.

Miré el reloj en la pared. Faltaban diez minutos para las tres.

Era ahora o nunca.

            
            

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