La doble prometida
img img La doble prometida img Capítulo 2 El Baile de las Sospechas
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Capítulo 6 Seis Meses Después img
Capítulo 7 El silencio que late img
Capítulo 8 Bajo llave img
Capítulo 9 Fisuras en el Espejo img
Capítulo 10 Huida Interrumpida img
Capítulo 11 Bajo Otra Piel img
Capítulo 12 La grieta en la máscara img
Capítulo 13 Algo que sangra img
Capítulo 14 Una mesa para dos img
Capítulo 15 Una nota anónima img
Capítulo 16 Mentiras limpias img
Capítulo 17 Promesa de regreso img
Capítulo 18 Confesiones img
Capítulo 19 La invasión img
Capítulo 20 La orden img
Capítulo 21 Huellas bajo llave img
Capítulo 22 Noches que sangran lento img
Capítulo 23 El mapa de la fuga img
Capítulo 24 Carne viva img
Capítulo 25 Ojos en la espalda img
Capítulo 26 Todo lo que se calla img
Capítulo 27 Frío anuncio img
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Capítulo 2 El Baile de las Sospechas

Los aplausos aún retumbaban en sus oídos cuando Mía sintió cómo el peso del vestido la encadenaba a esa mentira brillante. Era tan hermoso como una trampa: cada capa de encaje, cada perla cosida a mano, cada puntada estaba hecha para sostener una ilusión. Y ella era la pieza más frágil de todas.

Las luces del salón la cegaban por momentos. La enorme lámpara de araña derramaba destellos dorados sobre las mesas, las copas tintineaban, los invitados se apiñaban para admirar a la pareja perfecta. Todos reían, cuchicheaban, lanzaban miradas envidiosas. Nadie veía el leve temblor en los dedos de Mía, ni la gota de sudor que amenazaba con despegar la diminuta prótesis de silicona que llevaba pegada a la línea de la mandíbula. Una pieza tan pequeña, apenas un molde que afinaba el contorno de su mentón, que le estrechaba el rostro para convertirla en Lara Salazar.

Era su escudo y su condena: si la tocaban demasiado, si la besaban donde no debían, si sudaba demasiado... todo se vendría abajo.

-¿Lista? -la voz de Héctor llegó a su oído como un golpe seco.

Él estaba a su lado, imponente, con ese traje negro perfectamente entallado. Tenía la postura de alguien que controla una habitación entera con solo mover un dedo. Extendió su mano hacia ella, esperando que cumpliera su papel. Mía respiró hondo, ajustó el velo para cubrir la raíz de la peluca y colocó su mano sobre la de él.

La orquesta comenzó a tocar un vals solemne. Los acordes se elevaron hasta el techo abovedado, rebotaron en los muros de mármol y volvieron cargados de expectación. Era el momento que todos esperaban: la novia radiante, el esposo impecable, el primer baile que sellaba una unión bendecida por el dinero y las apariencias.

-No tiembles -murmuró Héctor mientras posaba su otra mano firme en la curva de su cintura. El calor de su palma atravesó capas de satén y encaje. -Pareces... nerviosa.

-Es la emoción -mintió ella, en un susurro que esperaba sonara convincente.

Héctor arqueó apenas una ceja. La giró con un movimiento preciso y elegante. Mía sintió cómo los focos seguían cada paso, cada pestañeo, cada grieta diminuta en su actuación. Por dentro, rogaba que la prótesis siguiera en su sitio. Que la línea que la convertía en Lara no se derritiera con el calor de los reflectores.

-Te ves... distinta -soltó él de pronto, tan bajo que la música casi devoró sus palabras.

Un frío le recorrió la espalda.

-¿Distinta? -repitió Mía, obligándose a sostener la sonrisa. El barniz de la máscara no debía cuartearse. -Debes estar cansado.

Héctor no respondió de inmediato. La música parecía ralentizarse mientras la giraba, la atraía de nuevo hacia su pecho. Su perfume -una mezcla de cedro, menta y algo oscuro- le mareaba la cabeza.

-Estás... más suave -murmuró, rozando su oído con los labios. -Lara nunca deja de morder.

Mía reprimió un escalofrío. No muerdas, no contestes, no te traiciones.

-Hoy es un día especial -improvisó, dibujando una sonrisa ensayada frente a los flashes que chisporroteaban a su alrededor-. Hoy soy toda dulzura.

Él soltó una risa breve, seca, que murió antes de llegarle a los ojos. Sus dedos se clavaron un poco más en su cintura, como recordándole quién tenía el control.

La orquesta subió el tono, obligándolos a girar una vez más. Cada paso era una trampa: si tropezaba, si el velo se desplazaba, si alguien la rozaba demasiado ... adiós a todo. Pensó en su hermana esperándola lejos, en el dinero prometido, en la promesa de volver a ser nadie. Solo dos días. Dos días más.

Cuando la música murió, los aplausos la sacudieron como una ola. Héctor la soltó despacio, sin dejar de mirarla. Ella intentó no parpadear demasiado rápido, no bajar la mirada. Lara no se doblega.

Los invitados se arremolinaron a su alrededor como abejas. Tías perfumadas de flores marchitas, primos ansiosos de fotos, políticos con sonrisas de mármol. Todos querían un fragmento de la novia perfecta. Mía cedía una mejilla, una sonrisa, un "gracias" calculado. Mientras, sentía la peluca tirar de su cuero cabelludo y el borde de la prótesis rozar la piel ya irritada.

En medio de ese torbellino, Héctor se perdió entre un par de socios, pero sus ojos la encontraron desde lejos. La observaba. Nunca dejaba de observarla. Como si oliera algo podrido tras el velo blanco.

Entonces, una copa de champán apareció entre sus manos. La burbuja perfecta. El mozo se inclinó, deseándole felicidad. Mía la sostuvo, insegura. El frío del cristal se clavó en su palma húmeda.

Héctor regresó. A un paso de distancia, levantó su propia copa y la chocó con la de ella. El sonido fue limpio, casi frágil.

-No bebas demasiado esta noche -dijo él, sin apartar la mirada.

Mía forzó una carcajada leve. El borde de la copa rozó sus labios, pero no bebió.

-No bebo -respondió, automática, sin pensar.

Un silencio seco, tan fino que casi dolía, se extendió entre ellos.

Héctor ladeó la cabeza. Sus ojos, tan oscuros como un pozo sin fondo, la taladraron.

-¿No bebes? -repitió, como quien confirma un rumor ridículo.

Fue entonces cuando Mía sintió que el suelo se abría bajo sus pies. En su mente, imágenes: Lara brindando en fiestas, sosteniendo copas de vino tinto, riendo con la copa a medio vaciar. Un fallo estúpido, uno que ninguna capa de silicona podía cubrir.

-No... mucho -corrigió ella, tragando saliva-. Hoy solo quiero recordarlo todo.

Héctor no respondió. Solo rozó el borde de su copa con la yema del dedo, como acariciando la idea de descubrir qué había detrás de su nueva esposa.

El brindis terminó sin que ella probara una gota. Cuando Héctor se alejó para saludar a un grupo de inversores, Mía sintió cómo la copa temblaba entre sus manos. Se giró, buscando un rincón donde respirar.

Se apoyó contra una columna, escondida del bullicio. Sentía la piel arder bajo la prótesis, la raíz de la peluca picarle detrás de la oreja. No podía rascarse. No podía beber. No podía tropezar.

Dos días. Solo dos.

Pero cuando levantó la vista, allí estaba él de nuevo. De pie, medio oculto tras la penumbra, observándola como un halcón paciente. La copa aún en la mano, los labios tensos en una sonrisa que no era una sonrisa.

Era la promesa de que, tarde o temprano, alguien pagaría por cada mentira.

            
            

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