Mía llegó hasta su coche, un sedán modesto que había dejado aparcado en la esquina más discreta. Abrió el maletero y, con movimientos automáticos, guardó la maleta, asegurándose de borrar todo rastro de su breve paso por aquella habitación de hotel que no le pertenecía.
Según el plan, Lara debía aparecer de un momento a otro. Ella retomaría su lugar -su verdadero lugar- al lado de Héctor, y Mía podría desaparecer como un fantasma. No había querido saber mucho de los motivos de Lara; solo aceptó el dinero y el pacto. Una noche. Un favor bien pagado. Nada más.
Pero ahora, mientras se apoyaba contra la puerta del auto, sentía que algo no encajaba. Encendió su celular y revisó, por quinta vez, la última conversación: "A las seis en punto estaré allí. Espérame en tu coche. Todo saldrá bien."
Ya eran las seis y media. Y nada. Ni un mensaje nuevo. Ni una llamada perdida.
Mía tecleó con dedos helados: "¿Dónde estás? Estoy lista. ¿Vienes?"
Ninguna respuesta. El silencio era un zumbido insoportable en su cabeza.
Fue entonces cuando algo captó su atención. Bajo el parabrisas, una hoja blanca se movía suavemente con la brisa, apenas sujeta por uno de los limpiaparabrisas. Mía sintió que el corazón se le detenía un segundo mientras la tomaba, con un presentimiento que le erizó la piel.
La abrió despacio. El trazo era claramente de Lara, rápido, casi desesperado:
"Sigue un día más, solo eso te pido. Se me han complicado las cosas. Mañana sí, nos vemos aquí. Sube a la habitación y trata de que él no note nada extraño. Prometo darte una generosa compensación a cambio."
Mía sintió que la nota se le resbalaba de los dedos. Un día más. Solo uno, decía Lara. Pero Mía sabía que cada minuto extra era un riesgo. Cada minuto extra era un paso más en un terreno que no era suyo.
Miró alrededor, como si esperara verla aparecer de la nada. Nada. Solo la bruma, el frío y el rumor lejano del tráfico que empezaba a despertar.
Respiró hondo. Tenía dos opciones: largarse sin mirar atrás -romper el pacto- o volver a subir esas escaleras y enfrentar la mirada de Héctor, rezando porque no notara nada extraño.
El sobre con la promesa de pago ardía en su bolsillo trasero como un recordatorio cruel: esto no era un juego. Cuando aceptó el trato, Lara le había entregado solo una parte del dinero, suficiente para comprar su silencio y asegurar que no abandonaría a mitad de camino. El resto -la suma más grande, la verdadera motivación de Mía- estaba condicionado a terminar el trabajo sin errores, sin despertar sospechas, sin que Héctor descubriera jamás la verdad.
Aquel dinero era más que billetes. Era su salida. La única forma que tenía Mía de saldar una deuda silenciosa que arrastraba desde hacía años, de dejar atrás las promesas vacías y el miedo constante. Por eso no podía fallar ahora. Porque si fallaba, todo lo que había soportado -las mentiras, el maquillaje, el miedo a cada mirada de Héctor- no habría servido de nada.
Un día más, solo uno, se repetía como un rezo. Y luego, libertad. O eso quería creer.
Con un suspiro resignado, Mía se inclinó, rompió la nota arrugada y la guardó en su bolso. Cerró el maletero con un golpe seco y, mientras caminaba de regreso hacia la entrada del hotel, no pudo evitar sentir que aquella mentira, lejos de acabarse, recién comenzaba a devorarla.
El sobre parecía quemarle la piel a través de la tela de sus jeans mientras regresaba al ascensor.
Mientras subía en el ascensor, Mía apenas sentía sus piernas. El sobre, aún caliente en su bolsillo trasero, era un peso que la mantenía atada a esa mentira que ya empezaba a devorarla. En su mente, repasaba cada escenario posible, como una actriz sin margen de error.
"Si está dormido, será sencillo... me deslizo de nuevo en la cama y todo sigue igual. Si está despierto... necesito una buena excusa."
Ensayó las palabras en silencio, moviendo apenas los labios: "Fui a buscar agua... Bajé a la recepción porque me sentía mareada... No podía dormir..." Cada explicación era más endeble que la anterior, pero se aferraba a ellas como un náufrago a un trozo de madera.
Las puertas del ascensor se abrieron con un suave 'ding'. Mía aspiró aire, lista para caminar rápido hasta la habitación, rezando por encontrar la puerta aún cerrada, la luz apagada y a Héctor profundamente dormido, vencido por el alcohol.
Pero no tuvo tiempo de dar un solo paso. Frente a ella, casi ocupando toda la entrada del ascensor, estaba Héctor. Erguido. Despierto. Alerta. Vestía unos pantalones de lino y una camisa abierta a medio abotonar, como si hubiese salido de la habitación a toda prisa. Su expresión era una mezcla de desconcierto y algo más peligroso: sospecha.
-¿Dónde estabas? -preguntó, sin rodeos, clavándole esos ojos que parecían atravesarla.
El corazón de Mía dio un vuelco tan fuerte que creyó que se le saldría por la garganta. Tragó saliva, intentando que su voz no temblara. Tenía que reaccionar. Tenía que sostener la farsa un día más. Un día más y se acabaría todo.
Forzó una sonrisa, esa misma sonrisa que había ensayado frente al espejo tantas veces, la que se parecía a la de Lara.
-No podía dormir... Bajé a dar una vuelta para despejarme. -Su voz sonó extraña, incluso para ella-. No quería despertarte.
Héctor frunció el ceño. Su mirada bajó hasta su bolso, donde asomaba la esquina arrugada de la nota. Mía sintió que todo giraba a su alrededor mientras el silencio se tensaba como un hilo a punto de romperse.
"Solo un día más, Mía" -se dijo, repitiendo mentalmente las palabras de Lara como un conjuro.
Pero algo en la forma en que Héctor la observaba le hizo darse cuenta de que un día más podría ser demasiado tiempo.