La idea había sido de Lara. Antes de la boda, en uno de esos momentos de desesperación donde la realidad aplasta cualquier atisbo de orgullo, Lara le había dejado instrucciones claras: "No tendrás que tener intimidad con él. Solo anímalo a beber más de la cuenta, se quedará dormido y en la mañana no recordará nada".
Mía, confiada en que ese plan sencillo funcionaría, había aceptado sin dudar. Pero ahora, mientras observaba a Héctor servirse otro trago con una confianza casi arrogante, no podía evitar sentir un nudo en el estómago.
Héctor tomó el vaso con una mano firme y bebió el contenido de un solo sorbo. El alcohol le corría por la garganta, pero él no mostraba señales de debilidad. En realidad, parecía incluso más animado, más despierto.
-Sabes que no es tu estilo -le dijo Héctor con una sonrisa ladeada, mirando el vaso en sus manos-. Pero esta noche, será diferente.
Mía intentó devolverle la sonrisa, aunque sabía que aquella mentira se volvía cada vez más difícil de sostener.
Las horas avanzaron y el efecto del alcohol parecía hacer su trabajo. Héctor empezó a bajar la guardia, sus palabras se volvían más relajadas y su cuerpo, menos rígido. Parecía estar entrando en ese estado donde la conciencia se nubla, la voluntad se rinde.
Mía se dijo a sí misma que estaba funcionando, que pronto él estaría dormido y todo sería más sencillo.
Pero entonces, a media noche, Héctor abrió los ojos de repente, y una mirada intensa y alerta la encontró.
-Ven a la cama -susurró con voz profunda, casi un suspiro cargado de sospecha.
El corazón de Mía dio un vuelco. El plan había fallado. Él estaba despierto, y esa pequeña grieta podía hacer que toda la mentira se desplomara.
Héctor la miró fijo, sus ojos buscaban cualquier indicio de verdad o mentira. El silencio entre ellos se volvió denso, casi insoportable.
-¿Qué estás haciendo, Mía? -insistió con voz baja pero firme.
Sin pensarlo dos veces, Mía fingió un gesto de incomodidad. Se llevó una mano a la boca, el rostro palideciendo apenas.
-Me ha sentado mal la bebida... -dijo con voz temblorosa-. Creo que voy a vomitar.
Antes de que Héctor pudiera replicar, Mía se levantó de un salto y corrió hacia el baño. Cerró la puerta tras de sí con un golpe seco, apoyándose contra la madera fría mientras tomaba aire profundo, intentando calmar la tormenta que se desataba en su interior.
Desde dentro, escuchó el silencio en la habitación principal. Esperaba que Héctor volviera a dormirse, que esa noche terminara sin más preguntas, sin más verdades desveladas. Pero el miedo la atenazaba: sabía que la línea entre la mentira y la realidad se estaba volviendo cada vez más frágil.
Desde el baño, Mía se apoyó contra la fría cerámica del lavabo, intentando contener las náuseas que en realidad no existían. Su respiración era rápida, entrecortada, como si intentara expulsar un peso invisible que le oprimía el pecho. Cada segundo parecía estirarse infinitamente, y el silencio del cuarto principal se sentía como un tamborileo constante en sus oídos.
La puerta del baño estaba cerrada, pero podía escuchar el suave sonido de Héctor moviéndose por la habitación. Unos minutos más tarde, sus pasos se apagaron lentamente, como si se hubiese rendido y regresado a la cama. Un suspiro escapó de sus labios, y Mía permitió que un pequeño temblor recorriera su cuerpo.
Se limpió el sudor de la frente y se miró en el espejo empañado. La mujer que la reflejaba era una extraña: ojos cansados, boca tensa, piel pálida. Aquella máscara que usaba para hacerse pasar por Lara comenzaba a resquebrajarse, igual que su paciencia.
Intentó ordenar sus pensamientos. Tenía que mantenerse firme, no podía permitirse una falla, no ahora que la verdad se acercaba como una sombra implacable. Pero el peso de aquella mentira la estaba consumiendo lentamente.
Finalmente, salió del baño, cuidando cada paso para no hacer ruido. Se acercó a la cama donde Héctor dormía plácidamente, su rostro relajado, vulnerable. Por un instante, Mía deseó poder dejar de lado la impostura y ser simplemente ella misma, sin secretos, sin miedos.
Pero sabía que eso era imposible. La noche aún no había terminado.
Cuando por fin el silencio se instaló de nuevo en la habitación, Mía se permitió sentarse en el borde de la cama, aún temblorosa. Miró de reojo a Héctor: su respiración era lenta, profunda, y por primera vez en horas parecía completamente entregado al sueño.
Su mente repitió, como un mantra, las palabras que Lara le había susurrado días atrás, justo antes de dejarla sola en aquel altar ajeno:
"Cuando aclare, nos vemos en el estacionamiento del hotel. Solo debes aguantar hasta entonces, Mía. Después, todo termina."
Era una promesa que ahora sonaba lejana, casi irreal, después de esa noche que la había desgastado hasta el hueso. Mía se levantó con cuidado para no hacer ruido. Cada crujido de la madera bajo sus pies era un recordatorio de que cualquier error podía costarle caro.
Se dirigió al armario, sacó la pequeña maleta que había dejado lista horas antes. En su interior, solo llevaba lo justo: ropa sencilla, algo de maquillaje para borrar los rastros de Lara de su rostro y un pequeño sobre que contenía la primera parte de su pago. El trabajo debía terminarse sin dejar cabos sueltos.
Volvió a mirar a Héctor. Dormía profundamente, ajeno a la traición que respiraba a su lado. Durante un instante, sintió una punzada de culpa, casi un deseo de inclinarse y pedirle perdón en voz baja, aunque no era a ella a quien debía disculpar.
Con manos torpes, recogió los últimos rastros de la mentira: el velo, el perfume caro, la prótesis ligera que moldeaba su rostro. Todo debía desaparecer con ella al amanecer.
Se asomó a la ventana. Las primeras luces del alba comenzaban a romper la negrura de la noche. Pronto la ciudad despertaría, indiferente a las sombras que ella dejaría atrás.
Con el corazón desbocado, se detuvo junto a la puerta. Miró una última vez el anillo que todavía llevaba puesto. Lo deslizó con cuidado de su dedo y lo dejó sobre la mesilla, al lado de la botella vacía de whisky.
"Cuando aclare..." -repitió en su mente, como un rezo.
Tomó aire, abrió la puerta y salió al pasillo. Cada paso hacia el ascensor era un latido atronador en sus sienes. Afuera, en el estacionamiento del hotel, Lara la esperaba. O al menos, eso quería creer.
El trabajo estaba a punto de terminar. O quizá, apenas estaba comenzando.