Mi padre, Manuel, estaba sentado a la cabeza de la mesa de madera barata, leyendo el periódico con una concentración que parecía falsa, como si estuviera actuando para una visita importante, pero la única visita era yo.
Mi hermano, Ricardo, que por lo general apenas y me dirigía la palabra, a menos que fuera para pedirme dinero, estaba a mi lado, sirviéndome un vaso de agua de jamaica.
"Ten, hermanita, te vas a deshidratar con este calor" , dijo, y su amabilidad repentina me puso la piel de gallina.
Había vuelto a casa hacía una semana, después de que me llamaron diciendo que mi madre estaba muy enferma, casi muriendo. Dejé mi vida, mi pequeño departamento y mi trabajo en la ciudad para venir a cuidarla, pero al llegar, la encontré más sana que nunca, cocinando y limpiando como si nada.
Cuando pregunté, solo se rieron y dijeron que habían exagerado un poco para que viniera a visitarlos.
Me sentí usada, pero una parte de mí, la parte estúpida que siempre quería una familia normal, se sintió feliz de verlos, de sentarme en esta mesa destartalada y pretender que éramos como los demás.
"Sofía" , dijo mi padre, doblando el periódico con cuidado, "tenemos que hablar de algo importante" .
Su tono era serio, el tono que usaba cuando iba a anunciar una mala noticia o a pedir un préstamo que nunca pagaría.
"Tu hermano y yo hemos encontrado una oportunidad de negocio, algo grande" , continuó, sus ojos pequeños y astutos fijos en mí. "Pero necesitamos un pequeño favor tuyo" .
Sentí un nudo en el estómago, la comida que olía tan bien de repente me revolvió las tripas.
"¿Qué favor?" , pregunté, mi voz apenas un susurro.
"Hay unas personas, unos socios, que quieren conocerte" , dijo Ricardo, demasiado rápido. "Es solo una presentación, para mostrarles que somos gente de familia, gente de confianza" .
La explicación era vaga, sin sentido, y la sonrisa en la cara de mi hermano no llegaba a sus ojos.
"No entiendo, ¿qué tengo que ver yo con sus negocios?"
Mi padre suspiró, como si mi pregunta fuera la cosa más tonta del mundo.
"Tú solo tienes que ir, sonreír y ser bonita, es todo" , dijo, desestimando mi preocupación con un gesto de la mano. "Es un viaje corto, a una hacienda aquí cerca, nos pagarán bien solo por ir" .
La palabra "pagarán" resonó en la habitación, era la única palabra que siempre parecía importarles. Dinero. Lana. Feria. Todo lo demás era secundario.
A pesar de mi mal presentimiento, la parte estúpida de mí ganó. Quizás solo estaban nerviosos, quizás esta era su gran oportunidad y yo solo estaba siendo paranoica.
"Está bien" , dije, forzando una sonrisa. "Iré" .
La sonrisa de mi madre se ensanchó, genuina por primera vez en toda la tarde, mi padre asintió satisfecho y Ricardo me dio una palmada en la espalda que se sintió más como un empujón.
El viaje no fue corto.
Llevábamos más de tres horas en la camioneta vieja de mi padre, el aire acondicionado no servía y el calor del desierto se metía por las ventanas abiertas, llenándolo todo de polvo.
El silencio era pesado, tenso, muy diferente a la falsa alegría de la comida. Mi padre conducía con los nudillos blancos, mirando por el retrovisor cada dos por tres. Ricardo, a mi lado, no dejaba de moverse, su pierna rebotando con nerviosismo.
"¿Falta mucho?" , pregunté, solo para romper la tensión.
"Ya cállate, Sofía" , espetó Ricardo, su voz era dura, irreconocible.
Lo miré, sorprendida. La máscara de hermano amable se había caído, revelando al mismo patán de siempre, pero había algo más en su mirada, algo oscuro.
De repente, mi padre desvió la camioneta por un camino de tierra sin señalización, los baches nos sacudían violentamente.
"Papá, ¿a dónde vamos? Este no es el camino a ninguna hacienda" , dije, el pánico empezando a subir por mi garganta.
Manuel no respondió, solo aceleró.
Fue entonces cuando Ricardo se movió.
En un movimiento rápido y brutal, me agarró del brazo, su fuerza era sorprendente, dolorosa.
"¡Suéltame, Ricardo! ¡Me estás lastimando!" , grité, tratando de zafarme.
Pero él solo apretó más fuerte.
"¡Te dije que te callaras!" , gritó, su cara a centímetros de la mía, su aliento olía a miedo y a algo agrio.
Miré a mi padre, buscando ayuda, suplicando con los ojos.
Él me vio por el retrovisor, su expresión era fría, vacía de cualquier emoción. Era la mirada de un extraño.
"Haz lo que te dice, Sofía" , dijo con una calma que me heló la sangre. "No hagas esto más difícil" .
El terror me paralizó. Esto no era un viaje de negocios, no era una presentación. Era otra cosa. Me habían mentido, me habían engañado.
Me llevaron a la fuerza, Ricardo sujetándome con una mano mientras con la otra me tapaba la boca para que no gritara, el camino de tierra se hacía cada vez más solitario, rodeado de cactus y rocas.
El sol empezaba a ponerse, tiñendo el cielo de un naranja sangriento que parecía un mal presagio.
Finalmente, a lo lejos, vi los muros altos de una hacienda, pintados de un color ocre que casi se mezclaba con el paisaje. Había buganvilias moradas trepando por las paredes, un toque de belleza en medio de la nada.
Cuanto más nos acercábamos, una sensación extraña, un eco de familiaridad, comenzó a crecer dentro de mí. El olor del polvo mezclado con las flores, la forma del portón de hierro forjado con un águila en el centro...
Lo conocía.
Había estado aquí antes.
Mi corazón se detuvo. No podía ser. Era imposible.
Había pasado años tratando de borrar este lugar de mi memoria, años construyendo una nueva vida lejos de aquí, lejos del horror que representaban estos muros.
La camioneta se detuvo frente al portón y Ricardo me sacó a rastras, empujándome hacia adelante.
"Ya llegamos" , dijo mi padre, su voz sin emoción, como si estuviera entregando un paquete.
Un hombre alto y corpulento, vestido completamente de negro, salió de una pequeña puerta lateral. Tenía la cara marcada por una cicatriz que le cruzaba la ceja y su mirada era dura, profesional.
Lo reconocí al instante.
Era "El Tigre" , uno de los hombres de confianza de... de ellos.
Me miró de arriba abajo, sin una pizca de reconocimiento, como si yo fuera una más de las muchas mercancías que pasaban por ese portón.
Y entonces, todo encajó con una claridad brutal y devastadora.
Mi familia biológica no me había llevado a conocer a unos "socios" .
Me habían vendido.
Y el comprador, el cartel al que me estaban entregando, era el mismo del que había escapado con tanto esfuerzo.
El lugar donde me había criado mi familia adoptiva.
Los líderes de este cartel, mis padres adoptivos y mi hermano adoptivo, las mismas personas que me habían aprisionado con su amor posesivo, las mismas de las que había huido para ser libre.
Había vuelto al infierno. Y mi propia sangre me había traído de vuelta.