Mis Queridos Familias Crueles
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Capítulo 4

Mientras mi hermano me levantaba del suelo y me empujaba hacia El Tigre como si fuera un saco de papas, mi mente, en un acto de autoprotección cruel, me mostró la dolorosa verdad.

Claro que no me había reconocido.

No era solo la ropa o la suciedad.

Recordé la semana pasada. Mi madre, con la excusa de un "cambio de look para animarte" , me había llevado a la peluquería del pueblo. Insistió en que me cortara mi largo cabello castaño, el que a Mateo le encantaba tocar, y que me lo tiñera de un negro barato y sin brillo.

Recordé a mi padre diciéndome que mis vestidos de la ciudad eran "demasiado llamativos" y dándome ropa vieja y holgada de mi madre para que la usara.

No eran actos de amabilidad o preocupación.

Habían estado preparando el terreno.

Me habían despojado de mi apariencia, borrando sistemáticamente cada rasgo que pudiera conectar a la "Sofía de la ciudad" con la "princesa del cartel" . Me habían hecho anónima, irreconocible.

Fue un acto de traición tan calculado, tan meticulosamente planeado, que me dejó sin aliento.

Un torbellino de recuerdos contradictorios me asaltó.

Recordaba a Arturo, mi padre adoptivo, regalándome un caballo pura sangre para mi cumpleaños número quince, susurrándome al oído: "Solo lo mejor para mi reina" .

Y recordaba a ese mismo Arturo, una semana después, ordenando que le rompieran las piernas a un jardinero porque había osado mirarme por demasiado tiempo.

Recordaba a Mateo, mi hermano adoptivo, defendiéndome de unos chicos que se burlaron de mí en la única fiesta a la que me permitieron ir, su furia protectora era aterradora y, en ese entonces, reconfortante.

Y recordaba a ese mismo Mateo, encerrándome en mi habitación por tres días porque descubrió que le había escrito una carta a una amiga del colegio, gritándome a través de la puerta que yo era suya y de nadie más, que nunca me dejaría ir.

Amor y posesión, protección y encarcelamiento. Eran dos caras de la misma moneda envenenada. Había escapado de esa jaula dorada, anhelando la simple libertad de caminar por la calle sin ser vigilada, de tener una vida normal.

Y mi familia biológica, la que yo había idealizado en mi mente como mi salvación, me había vendido de vuelta a mis carceleros por el precio de un auto usado.

"El trato está hecho" , dijo mi padre, su voz sacándome de mi trance.

Se acercó a mí, pero no para despedirse. Se inclinó, y por un instante pensé que iba a decir algo, una última palabra de arrepentimiento.

En lugar de eso, me escupió en la cara.

La saliva caliente y asquerosa corrió por mi mejilla.

"Esto es por todos los años que nos dejaste pudriéndonos en la miseria mientras tú vivías como una reina" , siseó, su rostro contorsionado por un odio que nunca había sabido que existía. "Disfruta tu regreso a casa, princesita" .

Ricardo se unió a él, su mirada llena de un triunfo mezquino.

"Dile hola a tus amigos ricos de mi parte" , se burló.

Luego, se dieron la vuelta y subieron a la camioneta sin mirar atrás. Vi cómo el vehículo se alejaba, levantando una nube de polvo que se tragó la luz del atardecer, dejándome sola en la oscuridad que se cernía sobre la hacienda.

Sola con los monstruos.

La fantasía que había alimentado durante años, la idea de que en algún lugar tenía una familia que me amaba de verdad, una familia a la que podría volver si las cosas se ponían demasiado difíciles, se desmoronó en ese preciso instante.

Se hizo polvo, igual que el camino por el que mis verdugos acababan de desaparecer.

No tenía a nadie.

Nunca había tenido a nadie.

El Tigre me agarró del brazo, su toque era impersonal y rudo.

"Camina" , ordenó.

Y yo, vacía de lágrimas, vacía de esperanza, vacía de todo, obedecí.

                         

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