Desde entonces, su vida y su negocio quedaron en las manos de las dos personas en las que más confiaba en el mundo: su esposa, la deslumbrante Sofía, y su compadre del alma, Ricardo, el hombre que había sido su sombra y su mano derecha desde que levantaron el taller de la nada.
Pedro, sentado en la penumbra de su estudio, acababa de firmar el último papel que Sofía le había puesto enfrente.
"Es para la nueva línea de refacciones alemanas, mi amor" , le había dicho ella con una sonrisa dulce, inclinándose para darle un beso en la frente. "Con esto, vamos a dominar todo el mercado" .
Él había confiado, como siempre. Había firmado sin leer, porque la letra pequeña le mareaba y porque, para qué negarlo, el dolor en sus piernas inútiles le robaba la concentración.
Pero esa tarde, algo se sentía diferente. Un mal presentimiento le carcomía las entrañas.
Mientras tanto, en la sala de juntas del taller, la atmósfera era eléctrica. Ricardo, con una sonrisa triunfante que no encajaba en su rostro habitualmente servil, se paró frente a los mecánicos y algunos socios minoritarios. Sofía estaba a su lado, radiante, con un vestido rojo tan caro como un motor nuevo.
"A partir de hoy" , anunció Ricardo con voz potente, "Sofía y yo asumimos el control total de 'El Imperio' . Pedro Rodríguez nos ha cedido la propiedad absoluta del negocio" .
Un murmullo recorrió la sala. Los mecánicos desleales, los que Ricardo y Sofía habían estado comprando con promesas y dinero, aplaudieron con entusiasmo. Pero un grupo, liderado por Don Cheto, el viejo jefe de mecánicos de rostro curtido y manos manchadas de una vida de grasa, permaneció en silencio, con el ceño fruncido.
"¿Cómo que les cedió todo?" , gruñó Don Cheto, dando un paso al frente. "Conozco a Pedro desde que era un chamaco. Él nunca dejaría su taller. Esto apesta a mierda" .
Ricardo soltó una carcajada. "Cuida tus palabras, viejo. Aquí tienes el contrato, firmado por tu patroncito. Ahora yo soy el patrón. O se alinean, o se largan" .
La tensión podía cortarse con un cuchillo. Los pocos leales a Pedro miraban a Don Cheto, esperando una señal, mientras los traidores sonreían con arrogancia.
En ese preciso instante, las puertas dobles de la sala se abrieron de golpe.
Un silencio sepulcral cayó sobre la reunión.
Allí, en el umbral, estaba Pedro, sentado en su silla de ruedas, empujado por su imponente guardaespaldas, un hombre silencioso al que todos llamaban "El Guardián" .
El rostro de Pedro era una máscara de confusión y dolor.
"¿Qué está pasando aquí?" , preguntó, su voz un poco débil. "Ricardo, compadre... ¿Qué es esta junta?" .
Los ojos de Don Cheto se iluminaron de esperanza. "¡Patrón! ¡Qué bueno que llegó! Estos cabrones dicen que usted les regaló el taller" .
Pedro miró a Ricardo, luego a Sofía. Sus ojos buscaban una explicación, una negación.
Ricardo y Sofía intercambiaron una mirada burlona. La sorpresa inicial se había convertido en un descarado desafío.
"Llegas tarde a la fiesta, Pedro" , dijo Ricardo con sorna.
Y entonces, para que no quedara ninguna duda, para clavar la última estaca en el corazón de la confianza, Sofía se giró hacia Ricardo. Delante de todos, delante de su esposo postrado en una silla de ruedas, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.
No fue un beso rápido. Fue un beso largo, apasionado, un beso que gritaba victoria y desprecio.
El mundo de Pedro se hizo añicos. El sonido de su propia respiración se ahogó en su garganta. Miró a Sofía, a la mujer con la que había compartido su cama y sus sueños, y vio a una completa extraña.
Con la voz rota, temblando de una ira que apenas podía contener, se dirigió a ella.
"Sofía..." .
Ella se apartó de Ricardo, limpiándose una inexistente mancha de labial. Sus ojos, antes llenos de amor, ahora lo miraban con una frialdad que helaba los huesos.
"¿Qué, Pedrito? ¿Te sorprendió?" , dijo con una risita cruel.
Fue entonces cuando Pedro notó algo. Un detalle que su mente, ahora afilada por la traición, no pasó por alto. El perfume que llevaba Sofía. No era el suyo. Era la loción cara y penetrante que usaba Ricardo.
El mismo aroma que había olido en sus sábanas durante semanas, y que ella siempre justificaba diciendo que era por el tiempo que pasaba en el taller.
La verdad, cruda y brutal, lo golpeó con la fuerza de un coche a toda velocidad.