"No tenemos nada de qué hablar, Señor Montemayor", respondió ella sin apartar la vista de su trabajo.
"¡Claro que sí!", insistió él, acercándose. "Esa mancha en el Oráculo... fue un error del sistema. Un fallo técnico. Lo he consultado con mis ingenieros. Debes repetir la prueba."
"El Oráculo no comete errores", replicó Ximena con frialdad.
Sofía intervino, su voz temblorosa y llena de lágrimas fingidas.
"Ximena, por favor. No seas así. Ricardo ha estado tan preocupado. No duerme, apenas come. Todo por esta... esta tontería. Él te aprecia mucho, como a una hermana. ¿Por qué le haces esto?"
Ximena finalmente se giró para mirarla. La miró directamente a los ojos, sin expresión alguna.
"¿Hermana? Es la primera vez que oigo eso."
La frialdad de Ximena pareció descolocar a Sofía. Esperaba una reacción de celos, de ira. No esa indiferencia absoluta.
"Yo... yo solo quiero que todos estemos en paz", balbuceó Sofía.
De repente, Sofía soltó un grito ahogado y se tambaleó hacia atrás, chocando contra una estantería de herramientas delicadas. Una pequeña pieza de metal cayó y le rozó el brazo, dejando un rasguño superficial. Pero ella reaccionó como si la hubieran apuñalado.
"¡Ay!", gimió, cayendo al suelo. "Mi brazo... me duele..."
Fue una actuación digna de un premio.
Ricardo reaccionó al instante. Se arrodilló a su lado, examinando el rasguño con una preocupación desmedida. Luego, se levantó y su rostro estaba desfigurado por la furia. Caminó directamente hacia Ximena.
"¿Ves lo que provocas con tu terquedad?", rugió.
Antes de que Ximena pudiera reaccionar, la mano de Ricardo impactó contra su mejilla. La bofetada fue tan fuerte que la cabeza de Ximena se giró bruscamente y tropezó hacia atrás. El sabor metálico de la sangre llenó su boca.
El dolor fue agudo, pero la sorpresa fue mayor. En su vida pasada, él la había destruido emocional y financieramente, pero nunca le había puesto un dedo encima. Este Ricardo era más volátil, más desesperado.
Se quedó de pie, en silencio, con la mano en la mejilla palpitante. No gritó. No lloró. Simplemente lo miró. En sus ojos no había miedo, solo una calma gélida, una determinación que pareció desconcertarlo más que cualquier grito. Lo estaba memorizando todo: la furia en sus ojos, la falsa preocupación por Sofía, el eco de la bofetada en el silencioso laboratorio.
Ricardo pareció darse cuenta de lo que había hecho. Por un instante, una expresión de shock cruzó su rostro. Pero se recompuso rápidamente, su orgullo tomando el control.
"Te lo advertí", siseó, aunque su voz carecía de la convicción de antes.
Tomó a la sollozante Sofía en brazos, como si fuera una muñeca de porcelana rota, y la sacó del laboratorio.
"Vámonos, mi amor. Este lugar es tóxico."
La puerta se cerró, dejándola sola en el silencio.
Ximena caminó lentamente hacia un espejo. La marca roja en su mejilla era vívida. Se tocó el labio partido con la punta de los dedos y observó la sangre.
No sintió tristeza. No sintió humillación.
Sintió una rabia fría y pura.
Esta bofetada no era solo un ataque. Era una declaración de guerra. Y él acababa de darle el arma que necesitaba.
Fue al botiquín, limpió la herida con una precisión metódica, sin permitirse ni un solo temblor. Cada movimiento era deliberado, calculado. El dolor físico era un recordatorio constante de la deuda que Ricardo acababa de contraer.
En su vida pasada, ella había rogado por su amor. En esta vida, se aseguraría de que él rogara por su perdón. Y no lo obtendría.
Sacó su teléfono y llamó a Alejandro.
"Alejandro", dijo, su voz firme a pesar del dolor. "Necesito verte. Y necesito que aceptes mi propuesta. La guerra ha comenzado, y voy a necesitar un aliado."
---