Donde el amor florece de nuevo
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Capítulo 4

"¿Casado? ¿Con una hija?"

La voz chillona de mi tía Carmen me devolvió bruscamente al presente. Estaba pálida, como si hubiera visto un fantasma.

"¿Estás loco, Miguel Ángel? ¿Arruinaste tu vida de esa manera? ¿Y la Princesa Sofía?"

"La Princesa Sofía tomó su decisión hace cinco años, tía," respondí con calma, aunque su reacción me irritaba. "Y yo tomé la mía."

"¡Pero ella es una princesa! ¿Con quién te casaste? ¡Seguro es una campesina de la frontera, una mujer sin nombre ni fortuna!"

Su desdén era palpable. Para ella, el valor de una persona se medía por su sangre y su riqueza.

No me molesté en responder. Justo en ese momento, la puerta de la casa se abrió y entró una mujer de serena belleza, con un vestido sencillo pero elegante. Llevaba de la mano a una niña de unos cuatro años, con grandes ojos curiosos y cabello oscuro como el mío.

"Perdona la tardanza, mi amor," dijo mi esposa, Elena, con una sonrisa cálida. "Luna quería ver los puestos del mercado."

Se acercó y me dio un beso suave en los labios, ignorando por completo la presencia de mi tía.

Luna corrió hacia mí.

"¡Papá! ¡Papá! ¡Mira lo que me compró mamá!"

Me mostró una pequeña muñeca de trapo. La levanté en mis brazos y la abracé.

"Es preciosa, mi pequeña luna."

Mi tía Carmen se quedó boquiabierta, mirando a Elena y a Luna como si fueran apariciones. Elena, notando finalmente su presencia, le dedicó una sonrisa educada.

"Usted debe ser la tía Carmen. Miguel Ángel me ha hablado mucho de usted. Soy Elena, su esposa."

La presentación fue impecable, llena de una gracia y dignidad que dejó a mi tía sin palabras. Mi tía solo pudo balbucear un saludo incoherente.

Más tarde esa noche, mientras desempacaba mis viejas pertenencias en la habitación de invitados, encontré una caja de madera que no había abierto en años. Dentro, estaban las cartas que Sofía me había escrito cuando éramos jóvenes. Y algo más.

Encontré la nota que me había enviado con el peine de jade. Al verla de nuevo, noté algo extraño. La caligrafía era ligeramente diferente a la de sus otras cartas. Más angulosa, menos fluida. Y al trasluz, pude ver rastros de otra escritura debajo.

Con cuidado, usando un poco de vapor de la tetera, logré separar dos hojas que habían sido pegadas con esmero.

La nota original era completamente diferente.

"Miguel, mi primo Diego me está presionando. Dice que debo dejarte por el bien del linaje real. No le creas. Todo es una farsa. Confía en mí. Te amo. Nos vemos en la graduación para celebrar nuestro futuro."

Mi corazón se detuvo.

La nota que yo recibí, la que me dio falsas esperanzas, era una falsificación. Alguien, sin duda Diego, la había interceptado y cambiado.

De repente, el pasado adquirió un nuevo y retorcido significado.

Al día siguiente, tomé una decisión. Metí el peine de jade en una caja, junto con la nota falsificada y la original. Se lo di a un mensajero de confianza.

"Entrégaselo a la Princesa Sofía," le ordené. "Personalmente."

No quería explicaciones. No quería confrontaciones. Solo quería cerrar ese capítulo para siempre. Devolverle su regalo era mi forma de decir: "Se acabó. Eres libre. Y yo también."

Dos días después, escuché un rumor en la ciudad.

La Princesa Sofía, tras recibir un paquete, había caído gravemente enferma. Una fiebre nerviosa, decían los médicos del palacio.

No sentí nada. Ni satisfacción, ni lástima. Solo un vacío indiferente.

Una semana más tarde, una invitación formal llegó a la casa de mi tía. La Princesa Sofía nos invitaba, a mí y a mi "familia", a una recepción en el palacio. Era una orden disfrazada de cortesía.

Elena leyó la invitación y me miró, sus ojos llenos de comprensión.

"Quiere verte," dijo en voz baja.

"No tenemos por qué ir."

"Sí, tenemos," respondió ella con firmeza. "No vamos a escondernos, Miguel Ángel. Somos tu familia. Y ella necesita verlo."

Durante la recepción, el ambiente era tenso. Sofía, más pálida y delgada que nunca, no nos quitaba los ojos de encima. En un momento, una de sus damas de compañía se acercó a Elena y la invitó a ver los jardines de invierno, una excusa obvia para separarnos.

Elena me dirigió una mirada tranquilizadora y se fue con la dama.

Me quedé solo con Luna, que miraba con asombro las enormes lámparas de cristal.

Y entonces, Sofía se acercó.

Se detuvo a unos pasos de distancia, su mirada fija, no en mí, sino en mi hija. Observó a Luna con una intensidad extraña, una mezcla de curiosidad y un dolor profundo que no supe interpretar.

Era la primera vez que estábamos cara a cara en cinco años.

            
            

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