Libres del Yugo del Pasado
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Capítulo 1

Sofía sentía el olor a cloro en sus manos, un aroma que ya era parte de su piel después de pasar el día limpiando casas ajenas en Los Ángeles, un mundo tan brillante y lejano a su pueblo en México, sentía que el olor a cloro se le había metido hasta los huesos, recordándole cada día que su vida no era suya.

Su amiga, Elena, era otra historia.

Elena no olía a cloro, olía a perfume caro, a éxito, a los tacos al pastor del imperio que su esposo había construido.

Mientras Sofía tallaba pisos de rodillas, Elena se había casado con un empresario mexicano-americano, un hombre poderoso con una cadena de taquerías que se extendía por todo California.

Elena, con su belleza y su risa escandalosa, se convirtió en la reina de ese pequeño reino de tortillas y salsa picante.

Y como buena reina, no se olvidó de su amiga.

Fue Elena quien le consiguió el matrimonio.

"Te va a encantar, Sofía," le había dicho con un brillo en los ojos, "es un luchador, el 'Tormento Mexicano' . Pura pasión, mija, es lo que te falta" .

Pasó un año, un año entero de noches silenciosas y una cama ancha y fría, y Sofía descubrió que la "pasión" del Tormento Mexicano era un fantasma.

Su esposo, un hombre con músculos como rocas y una máscara que infundía miedo en el ring, nunca la tocaba.

Llegaba tarde, olía a sudor y a linimento, se quitaba la máscara y la ponía en la mesita de noche como si fuera una corona, y luego se daba la vuelta y se dormía.

Sofía se sentía como un mueble más en esa casa demasiado grande y vacía.

Finalmente, no aguantó más, la frustración era una bola dura en su garganta que no la dejaba respirar.

Llamó a Elena, con la voz rota.

"Elena, creo que tu luchador no funciona" , soltó sin rodeos, las lágrimas quemándole los ojos.

Del otro lado de la línea, hubo un silencio, y luego un sollozo que sorprendió a Sofía.

"El mío tampoco, amiga" , confesó Elena, su voz perdiendo todo el brillo de reina. "Mi esposo es rico, es poderoso, pero es estéril, no puede darme lo único que de verdad quiero en esta vida" .

Y así, las dos amigas, una atrapada en un matrimonio sin contacto y la otra en uno sin futuro, lloraron juntas a través del teléfono, sintiendo el mismo vacío.

En medio de las lágrimas y el coraje, nació una idea loca, una idea desesperada.

"Vamos a divorciarnos de todo esto" , dijo Elena, con una nueva chispa en la voz, una chispa de rebeldía.

Planearon su escape, una obra de teatro digna de sus vidas dramáticas, decidieron que morirían, al menos para el mundo que las conocía.

El festival del Día de Muertos fue el escenario perfecto, con el caos, la música y los disfraces, fingieron un accidente en un bote, una tragedia en medio de la celebración.

Sus cuerpos nunca fueron encontrados.

Meses después, lejos del cloro y los tacos, en un polvoriento pueblo fronterizo, dos mujeres reaparecieron, Sofía y Elena, ahora dueñas de una pequeña pero próspera destilería de mezcal.

Eran libres, o eso creían.

La vida de Sofía se había convertido en un ciclo predecible, limpiar la casa, preparar la cena, esperar.

Esperar a un hombre que compartía su cama pero no su vida.

Esa noche, el Tormento Mexicano llegó más tarde que de costumbre, el sonido de sus botas pesadas en el pasillo era el único anuncio de su presencia.

Entró a la habitación sin decir una palabra, como siempre.

Sofía estaba sentada en la cama, con el corazón latiéndole fuerte, había decidido que esa noche sería diferente.

"Hola" , dijo ella, su voz apenas un susurro.

Él solo gruñó en respuesta, dejando su maleta de gimnasio en el suelo.

Observó cómo se quitaba la camisa, la espalda ancha y llena de músculos tensos, era un hombre imponente, un dios de la lucha libre para sus fanáticos, pero para ella, era un extraño.

"¿Estás cansado?" , preguntó Sofía, intentando de nuevo.

"Siempre estoy cansado" , respondió él, su voz era grave y sin emoción, como si hablara con una pared.

Sofía se mordió el labio, la frustración subiendo por su garganta como bilis.

Un año, trescientos sesenta y cinco días de buenas noches silenciosas y de espaldas dadas.

Ya no podía más.

Sentía que si no hacía algo, se marchitaría en esa casa, se convertiría en polvo.

"Necesito hablar contigo" , dijo, esta vez con más firmeza.

Él se detuvo, a medio camino de quitarse los pantalones, y la miró por primera vez esa noche, sus ojos oscuros eran ilegibles.

"Habla" .

Pero las palabras no salieron, ¿qué le iba a decir? ¿Por qué no me tocas? ¿No te gusto? ¿Hay algo malo conmigo?

Se sintió pequeña y estúpida.

La noche anterior, un ligero mareo la había hecho tropezar en la cocina, casi se cae, él estaba ahí, en la sala, viendo la televisión.

Ni siquiera levantó la vista.

Esa indiferencia fue la gota que derramó el vaso, esa noche supo que tenía que irse, que tenía que escapar de esa jaula de silencio.

Ahora, mirándolo a los ojos, supo que no había nada que decir, nada que pudiera arreglar el abismo que los separaba.

Se levantó de la cama, tomó su bolso y salió de la habitación sin mirar atrás, el sonido de sus propios pasos era el sonido de su libertad comenzando.

            
            

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