La noche antes del Día de Muertos, Sofía no pudo dormir.
La emoción y el miedo eran como un enjambre de abejas en su estómago, se imaginaba a sí misma y a Elena, en su nueva vida, libres, riendo, sin hombres que las controlaran.
La idea era tan dulce y tan aterradora que no podía quedarse quieta.
Se levantó de la cama y fue a la ventana, mirando la calle silenciosa y oscura.
"¿No puedes dormir?" , la voz de su esposo la sobresaltó.
Estaba sentado en la cama, mirándola en la penumbra.
"No, es solo... el calor" , mintió ella.
Él se levantó y se acercó a ella por detrás, Sofía se tensó, esperando su habitual indiferencia.
Pero en lugar de eso, él puso sus manos en sus hombros y la abrazó, esta vez, el abrazo fue menos torpe, más seguro.
Apoyó su barbilla en la cabeza de ella y suspiró.
"Yo tampoco puedo dormir" , dijo.
Sofía se sintió extrañamente conmovida, una parte de ella, una parte pequeña y tonta, sintió una punzada de tristeza por el hombre que estaba dejando atrás.
¿Y si se equivocaba? ¿Y si él solo era un hombre torpe que no sabía cómo expresar sus sentimientos?
Sacudió la cabeza, desechando el pensamiento.
Un año, se recordó a sí misma, un año de silencio no se arregla con dos abrazos.
Se mantuvo rígida en sus brazos, contando los segundos hasta que él la soltara.
Al día siguiente, mientras él estaba en el gimnasio, Sofía hizo sus preparativos finales.
Había estado ahorrando dinero de lo que le daban para el supermercado, escondiéndolo en una vieja caja de zapatos.
No era mucho, pero era suyo.
Contó los billetes y los metió en un sobre, luego fue a despedirse de su vecina, Doña Lupe, la mujer que sería su cómplice sin saberlo.
Doña Lupe era una mujer mayor, viuda y chismosa, pero tenía un buen corazón y le había tomado cariño a Sofía.
"Me voy a pasar el fin de semana con una prima en San Diego" , le dijo Sofía, entregándole una planta. "¿Podría cuidar de mi casa?" .
"Claro que sí, mija" , dijo Doña Lupe, abrazándola. "Pero te veo rara, ¿estás bien? Te veo muy delgada" .
"Estoy bien, solo necesito un descanso" , respondió Sofía, sintiendo una punzada de culpa por mentirle.
Esa noche, la ansiedad volvió con más fuerza.
Estaba acostada en la cama, con los ojos bien abiertos, repasando el plan una y otra vez.
El Tormento Mexicano llegó y, como la noche anterior, la encontró despierta.
"Sigues sin dormir" , dijo, su voz era una observación, no una pregunta.
Se acostó a su lado y, para su sorpresa, la rodeó con su brazo, atrayéndola hacia él.
Su cuerpo era cálido y sólido, y a pesar de su resolución, Sofía sintió un consuelo traicionero en su cercanía.
Cerró los ojos, fingiendo dormir, pero su corazón latía con fuerza contra sus costillas.
Esta era la última noche.
Mañana, a esta hora, estaría muerta para él, para este mundo.
Una extraña audacia se apoderó de ella, una audacia nacida de la desesperación y la inminente libertad.
Lentamente, como si estuviera probando aguas peligrosas, movió su mano y la posó sobre el pecho de él.
Sintió los músculos tensos bajo su palma y el latido constante de su corazón.
Él no se movió, pero sintió que su respiración se contenía.
Envalentonada, deslizó su mano hacia abajo, sobre su abdomen plano y duro, sus dedos rozando el borde de su ropa interior.
Era un gesto que nunca se había atrevido a hacer, un límite que nunca había cruzado.