De repente, el silencio se rompió con una carcajada estruendosa, era Mateo, se reía tan fuerte que su cara se puso roja, se sujetaba el estómago como si hubiera escuchado el mejor chiste de su vida.
"¿Divorcio? ¿Oíste bien, Ricardo? ¡Mi mujercita quiere el divorcio!"
La risa de Mateo fue la señal que los demás esperaban, y pronto todo el palco se llenó de un coro de burlas y risotadas, era un sonido cruel y aplastante, diseñado para hacerla sentir pequeña e insignificante.
"¡Ay, Sofía! ¿Y de qué vas a vivir? ¿De tus dibujitos?" se burló otro socio, agitando su copa.
"¡Cuidado, Mateo, que te quita la mitad de la casa de muñecas!" añadió otro, provocando más risas.
Mateo se sentó en su silla como un rey en su trono, cruzó las piernas y encendió un cigarro, exhalando el humo lentamente mientras la miraba con una mezcla de diversión y desprecio.
"Mi amor, seamos serios," dijo, con una condescendencia insoportable. "Tú no tienes nada. Todo lo que tienes, desde ese vestido que llevas puesto hasta el coche que manejas, es mío. Lo pagué yo, con mi trabajo, con mi sudor. Tú solo has sido una ama de casa. Una muy cara, por cierto."
Ricardo, el socio regordete y su más leal lamebotas, se inclinó hacia adelante, con una sonrisa babosa en el rostro.
"¡Jefe, tiene toda la razón! Sofía, deberías estar agradecida. Si Mateo me pidiera que cague mientras doy vueltas sobre una mano, ¡lo haría sin preguntar! ¡Así de leal hay que ser!"
La vulgaridad del comentario hizo que Sofía sintiera náuseas, pero no apartó la mirada. Observó a esos hombres, a esos parásitos que se alimentaban del ego de su marido, y sintió un profundo asco. Fue entonces cuando notó a una mujer sentada peligrosamente cerca de Mateo, una joven con un vestido rojo demasiado ajustado y una mirada calculadora. Se llamaba Valeria, y Mateo la había presentado como su nueva "asistente personal". La chica se había pegado a él toda la noche, y ahora, con una sonrisa provocadora, se inclinó y le susurró algo al oído a Mateo, su mano descansando sobre el muslo de él de una manera nada profesional.
Mateo sonrió ante el susurro y no hizo ningún esfuerzo por apartar la mano de Valeria, al contrario, la cubrió con la suya. El mensaje era claro, una bofetada pública, una demostración de que Sofía era reemplazable, de que ya había otra en la fila, lista para ocupar su lugar. La humillación ya no era solo por su falta de título o su rol doméstico, ahora era una traición abierta, exhibida frente a todos como un trofeo.