Sofía no esperó una respuesta, no le interesaba ver su reacción. Se puso de pie, alisó su vestido y caminó hacia la puerta del palco, con la espalda recta y la cabeza en alto. No miró a nadie, ni a la cara pálida de Carolina, ni a la boca abierta de Ricardo, ni mucho menos a la furia impotente que empezaba a gestarse de nuevo en el rostro de Mateo.
Mientras caminaba por el pasillo del restaurante, un torbellino de emociones la invadió. Se sentía ligera, libre, pero también sentía una oleada de asco. Asco por todas las noches como esa que había soportado, todas las cenas de negocios, las fiestas, los eventos sociales donde tenía que sonreír y fingir, donde era exhibida como un trofeo y tratada como un cero a la izquierda.
Estaba harta, completamente harta de ese mundo falso y superficial. Recordó las innumerables veces que le había dicho a Mateo cómo se sentía, cómo odiaba esas reuniones, cómo la hacían sentir invisible.
"No seas tonta, Sofía," le decía él, siempre con el mismo tono condescendiente. "Es parte del negocio. Tienes que estar ahí, sonreír, ser agradable. Es tu trabajo como mi esposa."
Su trabajo. Esa era la palabra que usaba. No su rol, no su apoyo, su trabajo. Como si fuera una empleada más.
Incluso le había pedido consejo a Carolina, su supuesta mejor amiga, una exitosa abogada corporativa. La respuesta de Carolina había sido predeciblemente pragmática y fría.
"Sofía, todas las esposas de hombres exitosos tienen que pasar por esto. Es el precio que pagas por la vida que tienes. Acostúmbrate. No es tan malo, solo tienes que sonreír un par de horas."
Pero era malo. Era humillante. Sobre todo cuando la empresa de Mateo despegó y sus socios y amigos, envalentonados por el alcohol y el éxito, empezaron a usarla como el blanco de sus bromas. Bromas sobre su ropa, sobre su "vida fácil", sobre lo que haría si Mateo la dejaba. Y Mateo nunca la defendió, ni una sola vez. Simplemente se reía, como si fuera el chiste más gracioso del mundo. A veces, incluso añadía leña al fuego.
Fue entonces, en una de esas noches, hace unos seis meses, cuando tuvo una epifanía dolorosa y liberadora. Mientras escuchaba a Ricardo hacer una broma sobre si ella sabía siquiera cómo usar una tarjeta de crédito, y veía a Mateo reír a carcajadas, lo entendió todo con una claridad meridiana.
La razón por la que nadie la respetaba no era porque no tuviera un título, o porque fuera ama de casa.
La razón por la que nadie la respetaba era porque su propio esposo no la respetaba. Él era quien marcaba la pauta, él era quien les daba permiso para tratarla como basura. Y si el hombre que se había acostado a su lado durante años, el hombre por el que había sacrificado sus sueños, no la valoraba, ¿por qué lo harían los demás?
Esa noche, el amor que sentía por él se evaporó, dejando solo un residuo amargo de resentimiento y una fría determinación. Esa noche, contactó a un abogado.