A través del enorme ventanal de cristal que daba al patio, vi una escena que me heló la sangre.
Un hombre jugaba con un niño de unos cinco años, lo levantaba en el aire y el niño reía a carcajadas.
El hombre era mi esposo, Mateo.
El exitoso chef, el dueño de una cadena de restaurantes, el hombre con el que había compartido mi vida y mis sueños durante ocho años.
Estaba allí, en el patio de la casa de mi clienta, actuando como el padre de ese niño.
Mi corazón se detuvo, el aire se escapó de mis pulmones y sentí cómo el mundo se desmoronaba bajo mis pies, todo parecía moverse en cámara lenta, irreal.
Una mujer salió de la casa con una canasta de ropa recién lavada y comenzó a tenderla en un tendedero.
Reconocí la camisa de lino azul que le había regalado a Mateo en nuestro último aniversario, y los pantalones oscuros que siempre usaba los fines de semana.
La mujer, que supuse era mi clienta, le habló a Mateo con una familiaridad que me revolvió el estómago.
"Mateo, cariño, ten cuidado con Leo, no lo agites tanto que acaba de comer."
Leo. El niño se llamaba Leo.
Y ella lo llamó "cariño".
El niño, al verme parada junto al ventanal, corrió hacia su madre y señaló en mi dirección.
"Mami, ¿quién es esa señora?"
La mujer me miró sin reconocerme, su expresión era de simple curiosidad.
"Ah, es la diseñadora que te conté, vino a ver lo de mi ropa."
Luego, se dirigió a Mateo, que ahora me miraba con los ojos desorbitados por el pánico.
"Mateo, ¿por qué no saludas? No seas grosero."
Pero yo no era la diseñadora. Era su esposa. Y al parecer, en esta vida que él había construido en secreto, yo no era más que una extraña, "la señora del diseño".
La humillación me quemó por dentro, una ola de náuseas me subió por la garganta.
Recordé todas las noches que Mateo llegaba tarde, excusándose con "problemas en el restaurante".
Recordé los viajes de "negocios" de fin de semana a otras ciudades, de los que siempre volvía cansado pero sonriente.
Recordé sus promesas de que pronto tendríamos nuestro propio hijo, de que estaba construyendo un imperio para nuestra familia.
Nuestra familia.
Qué estúpida había sido.
Toda su vida, todo nuestro matrimonio, era una farsa monumental, y yo era la última en enterarme.
No podía respirar.
El dolor era tan agudo, tan físico, que me doblé ligeramente, apoyando una mano en la pared para no caer.
No podía enfrentarlos, no así.
No podía derrumbarme frente a ellos, frente a la otra familia de mi esposo.
Sin decir una palabra, di media vuelta y caminé hacia la puerta principal.
Mis piernas temblaban, cada paso era un esfuerzo sobrehumano.
Salí de esa casa, de esa escena de felicidad doméstica que me había sido robada, y corrí hacia mi coche como si el diablo me persiguiera.
No miré atrás.