Estoy encerrado.
No sé cuánto tiempo ha pasado, los días y las noches se mezclan en esta celda sin ventanas, solo una luz fría y artificial que nunca se apaga. El silencio es casi total, roto solo por el eco de mis propios pasos o el gemido distante de otro desgraciado. Me quitaron todo: mi puesto de tacos en Tepito, mi nombre, mi libertad. Pero no pueden quitarme los recuerdos, y es en ellos donde empieza mi verdadera condena.
Todo comenzó y terminó con Sofía. Mi Sofía.
Durante veinte años, fue mi mundo entero. La conocí en el corazón del barrio, ella vendía artesanías en un pequeño puesto no muy lejos del mío. Tenía una sonrisa que parecía calmar el caos de la Ciudad de México y unos ojos que guardaban una calma que yo nunca había conocido. Para mí, Ricardo Morales, un taquero que se enorgullecía más de su salsa que de cualquier otra cosa en la vida, ella era un ángel caído en el lugar más improbable. Nos casamos, vivimos en un pequeño departamento que siempre olía a cilantro y cebolla, y éramos felices. Yo creía que nuestra vida era simple, honesta, real.
Qué ingenuo fui.
Sofía no era una simple vendedora de artesanías. La mujer que dormía a mi lado, que reía con mis chistes malos y que me ayudaba a picar verduras cuando había mucha gente en el puesto, era en realidad una figura de poder inmenso, una pieza clave en una élite secreta que movía los hilos de esta ciudad como si fueran marionetas. Ellos se hacían llamar los "Guardianes", y su propósito, según me enteré después, era mantener un supuesto "equilibrio" social y económico. Una mentira para justificar su control.
Su enfermedad fue rápida y terminal. O eso me hicieron creer. En sus últimos días, con la piel pálida y la respiración débil, me confesó una parte de la verdad. Me dijo que su vida conmigo había sido una prueba, una especie de exilio voluntario para "entender al mundo mortal", y que su verdadero lugar estaba en otro lado. Yo no entendí nada, pensé que era el delirio de la fiebre. No sabía que "otro lado" no era el cielo, sino un plano de existencia que yo no podía ni imaginar.
Cuando murió, o más bien, cuando su cuerpo mortal dejó de funcionar, su verdadera familia apareció. Los Guardianes. Hombres y mujeres vestidos con trajes caros, con una arrogancia fría que no encajaba en las calles de mi barrio. Me explicaron, sin ninguna delicadeza, que mi vida con Sofía había sido un experimento. Yo era el sujeto de prueba, el humano común con el que ella tenía que convivir para cumplir su misión. Nuestro amor, nuestros veinte años, todo era parte de un guion que yo no conocía.
"Ella te dejó un regalo", dijo uno de ellos, un hombre mayor con ojos que no mostraban ninguna emoción. "Una pequeña parte de su poder. Un agradecimiento por tu servicio".
No quería su regalo, quería a mi esposa de vuelta. Quería la mentira que había vivido, porque era la única verdad que conocía. Pero no me dieron opción. De un día para otro, sentí un cambio en mí. Un corte en el dedo sanaba en segundos. El cansancio de un día de trabajo desaparecía como por arte de magia. Era su "regalo", una vitalidad antinatural que me hacía sentir ajeno en mi propio cuerpo.
La traición más grande llegó después. Me revelaron que la verdadera razón de la "prueba" de Sofía era prepararla para unirse a su verdadero destinado, un hombre de su mundo, un ser de inmenso poder llamado Armando Rojas. En su mundo, él era su prometido, su igual. Mi existencia entera había sido un simple capítulo de entrenamiento en la vida de ella, un prólogo para su verdadera historia de amor con otro. El hombre al que llamaban "El Diablo". La noticia me vació por dentro, sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies. El amor de mi vida no solo me había mentido sobre quién era, sino también sobre a quién amaba.