Vi pasar las décadas. Mis amigos, mis vecinos, la gente con la que crecí, todos envejecieron. Sus cabellos se volvieron blancos, sus espaldas se encorvaron, y uno por uno, se fueron. Asistí a sus funerales, sintiendo el dolor de su pérdida mientras mi propio rostro en el espejo no cambiaba ni un ápice. El puesto de tacos seguía ahí, un ancla en un mar de tiempo que se llevaba todo lo demás. Los niños que jugaban en la calle se convirtieron en padres, luego en abuelos, y para ellos, yo era solo "Don Ricky", el taquero que nunca envejecía, una leyenda local, una curiosidad. Una rareza solitaria.
Al principio, Sofía me visitaba. Aparecía de la nada, con la misma apariencia de siempre, como un fantasma de un pasado que se negaba a morir. Sus visitas eran cortas, distantes. Hablaba de su mundo, de sus responsabilidades, de Armando. Cada palabra era una confirmación de que yo ya no formaba parte de su vida. Con el paso de los años, las visitas se hicieron más y más escasas. Pasaron cinco años, luego diez, luego veinte entre cada aparición. La esperanza que sentía al principio se convirtió en una espera vacía, y luego, en una amarga resignación. El amor que una vez sentí se enfrió, se cubrió con capas de resentimiento y soledad.
En mi aislamiento, encontré un inesperado confidente. Un Guardián joven llamado Mateo. A diferencia de los otros, en sus ojos no había arrogancia, sino una especie de curiosidad, casi de compasión. Empezó a visitarme con más frecuencia, trayéndome libros de su mundo, explicándome la naturaleza de su poder y el mío. Me habló de la estructura de su sociedad, de las luchas de poder internas, del carácter volátil y arrogante de Armando. Mateo no lo aprobaba, y en su compañía, encontré un pequeño resquicio de conexión en mi infinita soledad. Él fue quien me hizo entender que mi "regalo" no era solo vitalidad, era poder en bruto, esperando ser moldeado.
Un día, después de casi treinta años sin verla, Sofía apareció de nuevo. Se veía preocupada, agitada. Algo en su mundo no iba bien. Yo vi mi oportunidad. Había pasado décadas ensayando ese momento.
"Sofía, ya no puedo más", le dije, mi voz sonaba extraña después de tanto tiempo de no usarla para algo importante. "Esta vida no es vida. Es una condena. Déjame ir. O déjame morir. Pero sácame de esta jaula".
Ella me miró, y por un instante, vi un destello de la mujer de la que me enamoré. Un atisbo de culpa, de arrepentimiento. Abrió la boca para responder, pero justo en ese momento, una luz brillante llenó mi pequeño departamento. Un mensajero de su mundo apareció, arrodillándose ante ella.
"Señora", dijo con urgencia. "Es Lord Armando. Su vieja herida ha vuelto a abrirse. Está sufriendo, está perdiendo el control".
El rostro de Sofía se transformó. La culpa desapareció, reemplazada por una alarma y una devoción absolutas. Me miró, pero ya no me veía a mí.
"Tengo que irme", dijo, su voz apresurada, sin dejar lugar a discusión.
"¿Y yo qué, Sofía? ¿Qué hay de mí?", grité, la frustración de décadas estallando en un solo grito.
Ella ni siquiera se giró. "Hablaremos después, Ricardo. Esto es más importante".
Y se fue. Desapareció en un destello de luz, corriendo a socorrer al hombre por el que me había abandonado, dejándome solo en medio de mi jaula, con mis palabras atoradas en la garganta y una nueva emoción naciendo en mi pecho, una que nunca antes había sentido con tanta fuerza: un odio puro, helado y profundo. El amor había muerto definitivamente. Ahora solo quedaban las cenizas y el deseo de que ella y su mundo ardieran.