Ella prefería los libros de moda, las pláticas con sus amigas, cualquier cosa que la mantuviera lejos del calor de los fogones. Por eso, cuando el día del Concurso Nacional de Cocina Mexicana se acercaba, nadie dudaba de que yo representaría el legado de la familia.
Hasta que todo cambió.
Sucedió una tarde, justo una semana antes del concurso. Isabella, con una sonrisa extraña en los labios, entró a la cocina mientras yo perfeccionaba la receta secreta del mole de la abuela.
"Hermanita, ¿puedo intentar?"
Su voz era dulce, demasiado dulce. La miré, extrañada.
"¿Tú? Isabella, nunca te ha gustado esto. Además, es una receta delicada."
"Ándale, solo un poco. Quiero aprender de la mejor."
Algo en su mirada me inquietó, pero era mi hermana. Suspiré y le cedí mi lugar. Lo que vi a continuación me dejó sin aliento. Sus manos, que siempre habían sido torpes con los utensilios, se movían con una gracia y precisión que ni yo misma poseía. Molió las especias con una fuerza y ritmo perfectos. Agregó los ingredientes en el orden exacto, sin dudar, como si lo hubiera hecho toda su vida.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Era imposible.
El día del concurso llegó. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Yo era la favorita, la promesa culinaria del año. Pero Isabella estaba ahí, a mi lado, con una calma que me aterrorizaba.
El primer reto fue anunciado: tortillas ceremoniales. La especialidad de mi abuela. Mi especialidad.
"¡Qué nervios!", exclamó Isabella en voz alta, para que todos la escucharan. "Sofía lleva meses practicando para esto. Yo, en cambio, apenas y sé cómo empezar. Ojalá mi don natural sea suficiente."
Sus palabras, dichas con una falsa modestia, me golpearon. Volteé a ver a mi abuela, que estaba entre el jurado. Ella me sonrió, una sonrisa de confianza que me partió el alma.
Entonces, la prueba comenzó.
Tomé la masa, la sentí en mis manos. Pero algo estaba mal. Estaba fría, sin vida. Intenté palmear la primera tortilla y se me deshizo entre los dedos. Pánico. Volví a intentarlo. La masa se pegaba, se rompía. Mi pulso se aceleró, un sudor frío me recorrió la frente. Miré mis manos, temblaban sin control. Ya no eran las manos de una chef, eran las de una extraña.
A mi lado, Isabella era un espectáculo. Sus manos volaban. Cada tortilla que salía de su comal era perfecta: redonda, inflada, con el aroma exacto del maíz criollo. El jurado la miraba con asombro. Mi familia, desde las gradas, la vitoreaba.
"¡Increíble! ¡Es un genio!", escuché decir a uno de los jueces.
Isabella, con lágrimas en los ojos, se dirigió al jurado.
"No es mi culpa. Este don... simplemente apareció. Mi hermana Sofía es la que ha estudiado, la que ha tenido a la mejor maestra. Pero creo... creo que se ha vuelto perezosa. Ha confiado demasiado en su técnica y ha olvidado el corazón."
La gente murmuraba. Las miradas que antes eran de admiración, ahora eran de decepción. Me miraban a mí.
Me sentí vacía, débil. Como si algo dentro de mí, mi esencia, mi talento, me hubiera sido arrancado de golpe. Intenté hablar, defenderme, pero las palabras no salían. Solo pude ver cómo mi abuela se levantaba, con el rostro endurecido por la decepción.
Se acercó a mí, su mirada era de hielo.
"Me has avergonzado, Sofía."
Su voz fue un susurro mortal.
"Has manchado el nombre de esta familia. El lugar en la escuela culinaria de élite es para quien lo merece. Es para Isabella."
Cada palabra era un golpe. Mi mundo se derrumbó. No solo perdí el concurso, perdí mis recetas, mi futuro, y lo que más me dolía, perdí a mi abuela.
Isabella se acercó, me abrazó y me susurró al oído, con una voz que solo yo pude escuchar, una voz llena de veneno y triunfo.
"Gracias por el regalo, hermanita. El sistema funciona a la perfección."