El Sabor Amargo del Amor
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Capítulo 4

Mi abuela fue la primera en reaccionar. Su rostro era una mezcla de shock, furia y una pizca de algo que no pude descifrar.

"¿Qué haces aquí? ¡No tienes derecho a estar en este lugar!"

Caminé lentamente hacia el escenario, pasando entre los jueces atónitos. Mi mirada no se apartó de la suya.

"Abuela, me juzgaste sin escuchar. Me condenaste sin pruebas."

Hice una pausa frente a ella y levanté mis manos callosas.

"Estas manos no son de una perezosa. Son las manos de alguien que ha trabajado la tierra, que ha molido el maíz con piedra, que ha recordado de dónde viene la verdadera comida."

Isabella, recuperándose del shock inicial, corrió al lado de la abuela, buscando protección.

"¡No le crean! ¡Es una mentirosa! ¡Viene a arruinar mi gran día porque está celosa! ¡Seguro andaba de vaga por ahí!"

Su voz era estridente, llena de pánico. Pero esta vez, sus palabras no tenían el mismo efecto. La gente la miraba, luego me miraba a mí, y la duda comenzaba a crecer en sus rostros.

El presidente del jurado, un chef de renombre internacional, se aclaró la garganta.

"Señorita Sofía, estas son acusaciones muy serias. Y su aparición es... irregular. La final está por comenzar."

"Lo sé, chef", respondí con calma. "Y no pido que me crean solo por mis palabras. Pónganme a prueba."

Mi abuela soltó una risa amarga.

"¿Probarte? ¿Qué vas a probar? ¿Cómo arruinar una tortilla simple?"

"Pónganme a prueba contra ella", dije, señalando a Isabella. "Aquí y ahora. Denos los mismos ingredientes, el mismo tiempo. Dejen que la comida hable."

La propuesta generó un murmullo excitado entre el público. Era un drama inesperado, mucho más interesante que una final predecible.

"¡Eso es ridículo!", chilló Isabella.

Pero el presidente del jurado me miraba con un interés renovado.

"La idea tiene mérito dramático... y culinario", dijo, frotándose la barbilla. "Pero no tenemos ingredientes preparados para un duelo improvisado."

"No necesito ingredientes especiales", dije. "Solo pido una cosa. Que Isabella me proporcione su recurso más preciado: el maíz criollo que nuestra familia ha cultivado por generaciones. El mismo maíz que ella está usando."

Isabella se puso rígida. Era un bluff, pero uno muy bueno. Ese maíz era la base de su poder robado. Entregármelo era como darle munición a su enemiga.

"¡No! ¡Es mío!", protestó.

"¿Por qué no?", la presionó el chef. "¿Acaso temes que ella pueda hacer algo mejor con tus propios ingredientes?"

La trampa estaba puesta. Negarse era admitir su miedo. Con el rostro contraído por la rabia, Isabella no tuvo más remedio que aceptar. Ordenó a sus asistentes que me trajeran un saco de su preciado maíz.

En cuanto mis manos tocaron esos granos, lo sentí. La conexión. La energía pura y ancestral que fluía en ellos. Era como volver a casa.

Mientras Isabella comenzaba a preparar un platillo barroco y complicado, lleno de técnicas pretenciosas, yo hice algo simple. Puse el nixtamal, lo molí a mano en un metate que pedí, y comencé a hacer tortillas.

El sonido rítmico de mis palmas llenó el silencio del auditorio. Era un sonido familiar, un sonido de hogar. Mis movimientos eran fluidos, naturales, sin esfuerzo. Cada tortilla que caía en el comal caliente se inflaba como por arte de magia, liberando un aroma a maíz tostado que hizo que a todos se les hiciera agua la boca.

En menos de diez minutos, había hecho una docena de tortillas perfectas. Las presenté en un simple tenate, sin ninguna decoración.

El jurado, empezando por mi abuela, tomó una. La probaron.

El rostro de mi abuela se transformó. Sus ojos se abrieron de par en par, y luego, lentamente, se llenaron de lágrimas. No eran lágrimas de ira, sino de reconocimiento, de asombro.

"Este sabor...", susurró. "Este es el sabor que creí perdido para siempre."

El presidente del jurado asintió, con la boca llena. "Increíble. La pureza, la textura... esto es maestría."

Isabella, que veía cómo su mundo se desmoronaba, se llenó de un odio puro.

Mi abuela se acercó a mí. Su mano temblorosa tocó mi mejilla.

"Perdóname, Sofía. Estaba ciega."

La confianza había regresado. Pero la batalla apenas comenzaba.

"Isabella", dije en voz alta, para que todos escucharan. "Esto no ha terminado. Te reto. No por un título, ni por un premio. Te reto por el honor de nuestra familia. Una batalla final."

Isabella, acorralada y furiosa, me fulminó con la mirada. Sabía que no podía ganar con su propio esfuerzo.

"Acepto", siseó. "Y te voy a destruir."

Se dio la vuelta y corrió hacia sus asistentes. "¡Necesito acceso al banco de ingredientes premium! ¡Ahora!", le escuché gritar. Dependía de recursos externos, de atajos.

Yo, en cambio, me senté tranquilamente. Pasé los siguientes días no practicando recetas complejas, sino meditando, conectando con los ingredientes, centrando mi energía. Isabella se encerró con su "sistema", absorbiendo información, practicando movimientos a una velocidad sobrehumana.

Un día, se acercó a mi estación de práctica, donde yo simplemente desgranaba maíz.

"¿Eso es todo lo que haces?", se burló. "Mientras tú juegas a la granjera, yo estoy dominando técnicas que ni siquiera podrías soñar. Te voy a humillar."

Le sonreí.

"Ya veremos, hermanita."

Y dejé de practicar por completo. Me dediqué a caminar, a observar, a descansar. Isabella no entendía. Creía que me había rendido. No sabía que mi verdadera preparación no ocurría en la cocina, sino en mi interior.

La guerra estaba declarada. Y yo tenía un plan.

                         

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